26/3/08

Tu último regalo





El regalo más preciado que me diste fue el más pequeño. Miento, pequeño en lo material, gigantesco en el esfuerzo que te costó hacérmelo, infinitamente grande en mi aprecio, en mi recuerdo, en mi gratitud.

La enfermedad te había ya vencido. Te costaba respirar, caminar, moverte. Habíamos ido al médico que nos dio las buenas palabras de siempre, los deseos habituales y la certeza, en su mirada y en el tono de su voz, de que el tiempo huía más rápido que nunca.

Te ayudé a desvestirte y a acostarte. La habitación con poca luz para que descansaras. Hacía frío fuera. 

- Mira en mi bolso- dijiste- hay algo para ti.

Lo abrí y había un paquetito, envuelto precariamente, con un nombre escrito – Nuria- que no era el mío. Era una cajita de bombones. La habías mandado comprar y alguien la había mal envuelto. En medio del abismo, estabas pensando en mí. Habías dicho de poner un nombre cualquiera para que te lo hicieran sin que nada te preguntaran. 

- Lo siento- no he podido comprarte algo mejor para tu cumpleaños- sonreíste lo más que te dio el ánimo, como pidiéndome perdón- He engañado a Laia para que fuera a la pastelería.

Te comí a besos y te abracé con toda mi alma. Nos los cominos juntos, yo más que tú. 

Hasta hoy, mi tierna compañera, es el regalo más maravilloso que nadie me ha hecho, el que jamás olvidaré, el de un valor infinito y sublime.



Parece que el tiempo





Parece que el tiempo, tan paciente como desalmado, va difuminando las imágenes, los sentimientos, el eco ya lejano de tu voz, el perfume de Yves Rocher, la rabia infinita, la tristeza que provoca tu ausencia, el ansia de ti, la pasión, el deseo, la radical añoranza de tu mano y de tus labios. Parece, porque, de pronto, una noche, vuelves como sólo puedes volver, en un sueño vívido y tan real que desafía a la misma realidad. Uno de esos sueños que no se desvanecen, que perduran al despertar y se recuerdan siempre. Vuelves de la única manera que puedes regresar a mí, pero lo haces y nadie me puede hacer creer que tu presencia es menos real. Al cabo, no existe diferencia entre lo que el cerebro ve y cree ver. De pronto, una noche, cuando ya pensaba que tu nombre y tu carita y la pena y la esperanza se habían perdido en lo más hondo de las marismas de la memoria, te veo. Todo regresa, cada segundo de nuestra vida en común, cada instante, cada beso, cada caricia, tu voz, tu pelo negro, tu frente ansiada. Todo está aún conmigo, contigo. Nada se ha desvanecido. Sólo lo parecía. Estoy caminando por una ciudad, por un paseo que bordea un río ancho que reconozco vagamente. Estoy acompañado de gente a la que aprecio, a la que amo, charlo distendidamente, cuando mi pecho se estremece y te veo unos metros por delante. Estás de espaldas pero sé que eres tú. Es tu silueta, tu cuerpo, tu forma de andar, tu esencia. Tú también vas acompañada. Mi alma se arrebola, mi corazón se acelera, mis ojos no pueden apartarse de ti. Digo – lo siento, tengo que irme. No puedo quedarme -, no doy explicaciones, no puedo, las conocen, es urgente; por fin, por fin, has vuelto, quiero abrazarte, quiero abrazarte como nunca lo he hecho. En esto te vuelves, dejas a tu acompañante y me miras. Te detienes, esperándome. Me sonríes. Alargas tu mano hacia mí. Eres tú, la misma expresión de siempre, la misma sonrisa que siempre me enamoró, mi amada compañera. Tengo que irme, digo a todos. Adiós. Basta decir esto. Corro hacia ti y en ese momento despierto. Y lloro.

 

Ironías




Es irónico que tu ausencia definitiva sea la que hace indestructible lo que te amo. Nada puede romperse, ningún sentimiento puede diluirse porque todos- y eran maravillosos- quedaron congelados con tu partida. No podemos reñir ni enfadarnos, no podemos defraudarnos, no podemos dejar de querernos porque estamos detenidos en el instante del mundo en que tú me decías que yo era el amor de tu vida y yo refrendaba que tú lo eras de la mía. Nada nos puede ocurrir peor. No existen pruebas en nuestro futuro que puedan doblegar lo que nos queremos porque las más duras ya las hemos superado y con sobresaliente. No hay relojes que muevan sus manecillas, no hay estaciones, no existen dudas ni avatares, no vamos a cambiar de idea, no puede haber mejores días que aquellos, los que ahora recordamos por ser los últimos. Tú no me puedes fallar nunca.
No estás y, sin embargo, tu ausencia es la garantía eterna e inamovible de que siempre estaré contigo.
 
 
 

Un mar de melocotoneros






Hay un océano rosado de melocotoneros en flor creciendo sobre la tierra que tú hollaste. Un mar inmenso y hermoso que se extiende hasta un horizonte que parece más lejano y hechizante que nunca. Al verlo, me has venido a la memoria, tu rostro se me ha aparecido- tan real- frente a mí, has vuelto sin volver. Y es que así era vivir contigo porque, en aquellos mismos campos, junto a ti, cuando me dejabas que te tomara de la cintura, el mundo se ampliaba y se hacía bello, se cubría de olas rosáceas e infinitas, la vida se coloreaba de tonos intensos, cada detalle parecía tener un sentido profundo ideado en el cielo, los violines del cosmos se afinaban, todo era mejor con el embrujo que tú generabas.  Nunca antes había percibido el color tan intenso, las llanuras infinitas perdidas en el horizonte, las olas de secano que el viento arranca del mar de flores. No me daba cuenta porque sólo tenía ojos para ti, para tu sonrisa de embrujo. No escuchaba el rumor de la brisa entre las ramas porque sólo tenía oídos para tus palabras siempre vivarachas, dulces como el almíbar. Sólo tenía tiempo para deleitarme en tu amor sin fisuras. Quisiera que volvieras, poder regresar a estos campos rosáceos a caminar contigo asiéndote de la mano muy fuerte para que no puedan arrancarte nuevamente de mí. Me contarías anécdotas de la oficina, de los trabajos urgentes para Jordi, las risas con Domenec o las peleas con Serafín. Luego, nos sentaríamos junto al río y te daría uno de aquellos largos masajitos de pies que tanto te gustaban. Aquí están todavía los melocotoneros y los perales blancos, los recodos que hollaste, los caminos que anduvimos. Te esperan. Yo, mientras, tengo el corazón maltrecho. El manto rosa de los árboles florece en torno a ti, honrando tu memoria. Yo espero, viendo pasar primaveras. Juntos en el recuerdo.
 

Túnel






Me considero agnóstico, escéptico sobre el más allá y sobre el más acá, incrédulo sobre ángeles y diablos, los videntes me parecen embaucadores, las apariciones extra sensoriales y los espíritus sólo los soporto en las películas, dudo de la veracidad de las experiencias cercanas a la muerte y  Dios se me aparece lejano y sordo. Pero, ¡por Dios! ¡que haya túnel! ¡que haya túnel! ¡que haya túnel, por Dios!, que estés esperándome recortada contra esa luz que dicen que brilla, que me sonrías, que me tiendas la mano, que el universo se burle de mi incredulidad, que vuelva a sentir tu piel y tu sonrisa. ¡Qué haya túnel, por Dios, que lo haya! Y no porque así yo tenga otra vida, ni por la eternidad, ni por los dones del paraíso, ni porque me crezcan alas blancas. Ni siquiera, si me apuras, por verte de nuevo. Tan sólo por saber que tú estás bien y que se ha reparado para siempre el injusto daño que se te hizo.



Nunca me fallaste






Quizá no tanto como antes, no con tanta fruición, pero lo hago con la misma persistencia, la misma voluntad y la misma necesidad en el alma. Te pienso cada día y me alegro de que todos, todos y cada uno de los días he pensado en ti, unos mil veces, otras solo cinco o seis, pero todos, todos los días vienes a mi memoria de manera espontánea. Y bajo esos recuerdos, persiste la sorda y constante nostalgia que no se va, que está siempre ahí, que aunque se despiste con primaveras y amores y músicas y esperanzas, está siempre ahí. Vi una de tus fotos antes. La tomamos en un restaurante de carretera. ¿Fui consciente en ese instante de lo maravillosamente hermosa que estabas? Me estás mirando con una sonrisa que aún me conmueve, que me enamora como siempre me enamoró. Hoy queda sólo la imagen, ya se han marchado el hálito de tu vida, el efluvio de la colonia de Yves  Saint Lauren que usabas, el tacto de tu mano, las amapolas sobre las que nos recostábamos a charlar al lado del río y la viveza de tus ojos, pero queda tu imagen y las sinapsis que se disparan en mi cerebro para recrearte cada vez que te veo. En esa fotografía me estás mirando con la más maravillosa expresión de amor y siento lo mismo que sentía entonces, que te adoro con toda mi alma, mi dulce compañera. Has sido lo mejor de mi vida y anhelo que haya algo que nos reúna sea donde sea. Nunca me fallaste, nunca te fallaré.



Nadie nos unió






Nadie nos unió hasta que la muerte nos separara y, sin embargo, la muerte no nos ha separado ni podrá hacerlo, al menos la tuya.  
Tiene mucho trabajo la muerte si quiere separarme de ti, no le bastará con quitarme la vida.  Debe asegurarse que no exista nada después, que no haya Dios, que la memoria y los sentidos y la nostalgia y las sensaciones que aun guardan el tacto de tu piel y la imagen de tu sonrisa y el aroma de tu piel desaparezcan conmigo, que se diluya el color de todas las fotografías de tu cara hermosa, que se borren mis cartas y tus mails, que todos olviden que dije tu nombre como última palabra, que exploten los servidores informáticos que guardan mis correos, que no exista ningún más allá, ni reencarnaciones ni resurrecciones, que no haya túnel de luz, que no haya cielo, que no haya infierno, que no haya cosmos ni polvo de estrellas, que se olvide la historia, que desaparezca tu nombre del recuerdo de los hombres, que no exista energía alguna todavía no encontrada, mucho menos espíritus o fantasmas, almas o auras; debe asegurarse que se evapore mi polvo enamorado.  Mientras todo eso no ocurra, te amaré compañera dulce, aunque deba hacerlo con un único átomo de mí que permanezca vibrando en el espacio.
 
 
 

25/3/08

Incomprensible




Que yo me enamorara de la mujer más buena y más humana del universo era lo natural, lo lógico, lo inevitable. El que tú, la persona más buena del mundo, te enamorases de mí y que me amaras como me amaste, sigue siendo un misterio maravilloso pero incomprensible.
 
 

Ausencia





 
Habré de levantar la vasta vida
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.
Jorge Luis Borges

Escribiendo un e-mail






Recuerdo que compartimos un bocadillo de filete a la plancha con pimientos verdes. Estabas ya muy cansada y tenías la respiración entrecortada pero seguías trabajando y ni por asomo podía decirte que lo dejaras, que cuidaras de ti misma, que el trabajo ya no importaba. Al revés, el trabajo, el sentirte útil, el demostrarte que superabas los obstáculos, te daban aliento para continuar la lucha.
Nos sentamos en aquel restaurante de carretera que  proporcionaba WI-FI gratis si hacías alguna consumición. Pedimos el bocadillo y una botella de litro de Vichy. Estabas hermosa con tu abrigo beige pálido. Comimos despacio, sentados juntos en el banco corrido que se alineaba junto a la mesa de plástico. Había oscurecido y la tarde del otoño tardío estaba lluviosa y tristona. Estábamos solos. Abrimos mi ordenador sobre la mesa y mientras yo tecleaba tú acariciabas mis dedos con los tuyos.
Había que traducir aquella carta que tu jefe quería enviar urgentemente pero ni él mismo sabía lo que quería expresar, así que entre bocado y bocado dedujimos juntos su objetivo, el mensaje de la misiva y la tradujimos al inglés. Me hiciste cambiar varias veces la expresión que, para eso, hablabas mejor que yo el inglés.  Fuimos precisos y el director de la empresa quedó encantado cuando te contestó una hora más tarde. Tú, a pesar de tu estado, no hubieras aceptado nada menor que la perfección.
Tras enviar el e-mail, me agarraste del brazo y nos quedamos allá, sentados por largo tiempo. Ya no tenías fuerzas para seguir hablando. Vaciamos la botella de agua compartiendo el vaso, compartiendo la vida y la fatalidad que no dejaba de acercarse.
 
 
 


Te comunicas conmigo






Ni un solo día he dejado de recordarte. Y, no, no es que me esfuerce en ello ni tenga voluntad de hacerlo para demostrar lo que no tengo que demostrar. Simplemente, ocurre. Vienes a mi mente, varias veces al día, por pequeñas cosas cotidianas.  Llegas y endulzas mi alma. Te siento dentro y me da por hablarte, por reír contigo sin que se muevan mis labios, por preguntarte cosas, por pedirte ayuda, por rogarte que vuelvas enseguida. Es increíble cómo estás presente en la vida, en el mundo, en el aroma de los campos, en la lluvia o en la tierra húmeda. Soy escéptico sobre la vida del más allá y no creo nada en videntes y charlatanes. Mi mente se rige por ecuaciones, mi profesión por cálculos, mi raciocinio por algoritmos. Pero, cuando pienso en lo que nos ocurre, siento que nunca te has marchado ni que nunca lo harás y que existe un cosmos que ni concibo. Quizá haya una energía, un canal que no conocemos, otra dimensión con sus propias constantes fundamentales y ecuaciones fantásticas. Como nuestros tatarabuelos se sorprendían de que existiera la invisible electricidad, o se mofaban de las ondas electromagnéticas que llenan el aire, o consideraban fábulas alocadas los efectos cuánticos, así me sorprendo yo de cómo te comunicas cada día conmigo. 

Tarde de verano






El verano acababa de comenzar y era cálido. Nos escapamos. Tomamos día y medio de vacaciones en el trabajo para, simplemente, compartir el pasar del tiempo. Deseabas ir a la playa, así que condujimos toda la tarde para llegar a la costa. Muchas horas de coche pero eso también era bueno porque estábamos juntos. Recuerdo que hice todo el trayecto con una mano entrelazada en la tuya, conduciendo con la otra. Nos perdimos buscando el hotel y un parking diseñado para mini coches nos hizo llegar muy tarde. Cenamos unos sándwiches en la habitación y nos dormimos abrazados, desnudos, yo sintiendo tu pecho en mi espalda, tu brazo alrededor de mí. Por la mañana estabas hermosa, con una leve camiseta verde de mercadillo que sobre ti parecía de alta costura, tu pelo cortito, una falda ligera y unas gafas de sol. Alquilamos una sombrilla y nos bañamos juntos entre mimos acuáticos. Fue dulce sentir tu piel, nadar besando, mis manos, recorriendo tu cuerpo, ocultas de las miradas curiosas por el mar. Las horas pasaron veloces, indiferentes a que deseábamos detener el tiempo para siempre. Por la tarde, comimos en un buffet de carretera, mientras regresábamos. Te amaba. Me amabas mucho. No recuerdo si fue consciente en aquel instante del amor infinito que me regalabas pero ahora lo soy cuando veo cómo me mirabas en las fotos que conservo de aquel día.

 

Razones para odiar la muerte






La muerte es ruin porque trunca la vida, porque impide los sueños,  porque juega sucio y desbarata las aspiraciones. Es maligna porque no es elegible y no es evitable, porque llega sin avisar o acude con humillación y penar. No es cierto que sea parte de la vida, que haya que aceptarla, que nos hace conocer lo importante del mundo y da sentido al ciclo de la existencia. La muerte no abre la puerta de otra vida mejor, sólo cierra caminos, asesina esperanzas e impide el que aprendamos. La muerte es agria y sucia, nociva, no construye, está hecha de dolor, de barro, de sudor pegajoso, de inutilidad. La muerte es inútil y cruel. La muerte merece ser odiada.
Podría encontrar millones de razones para odiar la muerte pero, en realidad, sólo importa una: que te eligió a ti de manera tan injusta.
 
 

18/3/08

Herida abierta





Me quieren y quiero nuevamente, lo sabes, y el analgésico del amor hace que a veces piense que la herida ya ha cicatrizado, que aunque te recuerde cada día – es así, ni un solo día has dejado de llegar a mi memoria- la vida se renueva y el futuro por fin se sobrepone al pasado. Entonces, te visito y todo se vuelca en un instante. Brotan, sin que yo los llame, sangre, dolor y duelo. Las lágrimas se agolpan imparables en mis ojos y la congoja se enrosca en mi garganta. El tsunami de la rabia cósmica por la injusticia del mundo, por la indiferencia divina, por mi impotencia ante el destino, por no ser capaz de ayudarte, me inunda y me derrumba. Y, ¿sabes?, entonces, abofeteado por el sentimiento, hundido en el barro de la miseria que crea la falta de tus caricias, me revuelvo furioso, me siento vivo, me siento valeroso, me siento fuerte para seguir. Es irónico. Es con tu presencia doliente y cercana como puedo afrontar el mundo, sabiendo que tú me hiciste como soy, que tú me enseñaste a sentir, que eres el baremo del bien y del mal. Es postrado y derrotado cuando me alcanzan las más sobrehumanas fuerzas de combatir la vida y devolverle el golpe que nos asestó. La venganza es un buen motivo para sobrevivir. Y yo deseo vengarme de la tierra y del cielo. A partir de tu dolor, del nuestro, es como puedo valorar el querer, un abrazo, un beso, el rumor del mar. La pena, la angustia y la nostalgia me recuerdan lo maravilloso de que ahora me amen, lo que fuiste, lo que eres, lo que pudo ser, lo efímero del bien, lo implacable del mal, lo que modelaste en mí, y reavivan la esperanza en que te alcanzaré en tu vuelo, en este mundo o en otro mundo, en cualquier mundo, o en el recuerdo si es que sólo eso es posible. Quiero sentir tu dolor siempre. No traicionaré jamás tu ausencia. Seré feliz, sí, quizá, pero será con la llaga abierta que yo mismo rasgaré con mis manos si quiere sanar.  


Me siento fuerte en tu recuerdo




Hoy te visité, cambié tus flores y acaricié la placa en la que está escrito tu nombre. Lo hice más de lo habitual, dándome mi tiempo, como si pudieras transmitirme la fuerza que me falta y que ahora necesito, como si al posar mi mano sobre las letras pudiese establecerse un flujo de entendimiento y de energía capaz de romper las fronteras imposibles. ¿Has oído cómo te dije que seguía queriéndote? ¿Lo has escuchado, amor mío? Era una bonita mañana, azul, con una brisa aún agradable, llena de luz dorada, un amanecer que me hubiera gustado disfrutar de tu brazo. No había nadie y sin embargo yo no estaba solo. Te siento tan cerca siempre, tan cerca.

No pude permanecer mucho rato junto a ti pero fue suficiente. Escuché dentro de mí, tu voz, tu aliento, tu forma de decirme que estás por ahí, alrededor mío, dispuesta a ayudarme siempre que lo precise, como siempre lo estuviste, tan incondicional era tu amor. Me siento tan fuerte abrazado a tu recuerdo que las cuitas del mundo son meras anécdotas.

No te escribo suficiente



Sí, sé que hace tiempo que no te escribo. Muchos días llego a casa y me digo que voy a contarme a mí mismo, porque a ti no puedo hacerlo, lo que he recordado ese día, algunos detalles y momentos que vienen y van en mi mente, que en ocasiones aparecen más vívidos que nunca y que, en otras, se esconden y se desvanecen para mi congoja. Pero a veces lo retraso y lo pospongo por pereza, y otras no encuentro la atmósfera que necesito para pensarte, para tenerte cerca de mí.
Sabes, en cualquier caso, que no importa que escriba en papel lo que siento. Hasta ahora, te he recordado cada día, en todos y cada uno de los días de tu ausencia. Cada día, sin excepción. A veces me dueles tanto que no puedo contener el llanto; otras me encuentro a mí mismo sonriendo como si te tuviera al lado y estuviese nuevamente oyéndote contar las cosas del día con esa gracia que hacía de los hechos más anodinos una aventura inolvidable; otras mis manos dibujan tu cuerpo en el aire, necesitándolo, ansiando sentir el tacto de tu piel morena.
Estás de viaje. Sí, uno muy largo a un lugar en donde no hay telégrafo, ni móviles ni siquiera carteros. Mis cartas no te llegan y las tuyas- que sé que me escribes- nunca entran en las sacas. Da igual. Estás de viaje, sólo es eso. Regresarás algún día o yo iré a buscarte. Cuando pase el tiempo, cuando llegue el momento.
El tiempo ha perdido la batalla. Tú sigues en mí, igual que cuando emprendiste el camino, tus palabras flotan en mis oídos aunque nadie más las escuche. Te amo igual. No, miento, te amo más porque ahora soy consciente de lo que te amo.
La distancia ha sido derrotada porque muchos días al entrar al coche estás ahí sonriéndome y muchas noches te abrazo sin que nadie se aperciba de ello. Porque cuando me enfrento a una dificultad, levanto los ojos arriba y, sin pedírtelo, sé que me vas a echar una mano.
El olvido ha dejado de intentar ganarme para él porque la herida sigue más abierta que nunca, dolorosa, sangrante. Yo mismo, cuando quiere cicatrizar, la abro con mis manos y con mis lágrimas y con mi rabia que no cede.
Estás de viaje. Es sólo eso.
Prometo escribirte más. No puedo prometerte amarte más porque es imposible quererte en mayor medida, tierna compañera.

Tu cumpleaños



Era el día de cumpleaños. Tú trabajabas, yo no. Por otras razones yo estaba aquel día a muchos kilómetros. Te felicité muy temprano, nada más levantarme, te deseé todo lo bueno que mi mente pudo imaginar, todo lo que mi corazón sentía, pero la mañana avanzaba con una lentitud desesperante. No eran ni las nueve aun cuando no pude aguantar más. Que le den a todo esto, pensé. Inventé una excusa tan falsa como rápida y corrí al coche. Volé contra la más elemental prudencia y confiando en que la DGT no estuviese aquel día controlando la velocidad. Te llamé nada más llegar. “Estoy aquí”- dije- y diste un grito de alegría al otro lado del teléfono. No quisiste hacerme caso, esperar a vernos hasta la comida. “No te muevas, no te muevas”- dijiste- e inventaste una excusa tan falsa como la mía. Llegaste al poco y nos fundimos en un beso. Te dije que quería pasar todos los cumpleaños de tu vida junto a ti, que fuesen muchos, todos felices juntos. Saciamos nuestra ansia de piel y de besos hasta que pude convencerte de que volvieras a la oficina. Más tarde, comimos juntos en el pequeño restaurante de carretera donde ya nos trataban como a los de casa. Luego, me dio mucha rabia cuando ya por la tarde hube de regresar y te vi cómo me lanzabas un beso con tu mano. Hoy daría todo por verte hacerlo nuevamente.


17/3/08

Todo es tan distinto


Las calles siguen igual de concurridas al caer la noche, con las luces rojas de los coches formando hilos de color en las avenidas, con los mismos grupos de jóvenes riendo mientras comparten un bocadillo, con las fachadas de los edificios pintadas de puntitos blancos con sombras que se mueven en su interior. Brillan las mismas estrellas y la luna recorre el mismo escenario de nubes finas y oscuras. En las terrazas de la rambla han colocado quioscos de cristal que protegen del otoño a los que conversan frente a un plato combinado y una ensalada. Una pareja entra en el restaurante que hay en la esquina, a dos manzanas de tu casa, el que tú decías que era muy bueno y sobre el que tantas veces hicimos planes. Hay luz en tu casa. Hay vida en tu habitación. Alguien ha puesto unas macetas con flores en el alfeizar de tu ventana. Se me parte el corazón. Todo parece igual pero es tan, tan distinto, sin alma. Qué diferente era llegar antes, cuando estabas. Qué horrible es hacerlo ahora. Tienes que estar tan sola, compañera mía, tan sola. Tan solo estoy yo también. Iría ahora mismo a visitarte, en la noche, entre las sombras tristes de la noche en calma que te vela, a contarte mi día, a ver si todo está en orden, a esperar el milagro de un susurro o una brisa o un guiño del cielo que me diga que todo esto es un paréntesis, a pasar la noche entera cerca de ti. Pero hay una verja enorme que me lo impide.


Fotografías

Cuando uno coge la cámara y se dedica a tomar fotografías, los demás suelen pensar que eres un pelmazo. Eso en el mejor de los casos. Otros afirman que eres un niño, que no hay que importunar el momento pretendiendo que quede pintado en una película de celuloide – años ha- o grabado en los átomos de un fichero jpg – hoy y ahora-; dicen que uno sale feo, con muecas indebidas, que la luz no es la misma que en la realidad, que no se siente el aire que corre entre las frondas, ni se ven los reflejos sutiles en el césped, que el objetivo aumenta las arrugas y resalta las espinillas. Que no, que no quieren fotos.

Tú te dejabas fotografiar y yo- bendita afición- te sacaba fotografías porque sí, porque qué mejor que gastar mi tiempo en ti, en mirarte desde mil ángulos, en congelar tu sonrisa, tu mirada, tus gestos. No sabía entonces lo importante, lo vital que era hacerlo. Afortunadamente, lo hice. Afortunadamente, te prestabas a ello. Hoy que no estás, te vuelvo a tener en las miles de imágenes que de ti tengo. Vuelves en ellas. Lloro con ellas. Te añoro infinitamente por ellas. Hoy, por ejemplo, no puedo dejar de mirarlas y, aunque se me llenan los ojos de lágrimas, no deseo parar de verlas.


Es todo tan distinto



Sí, las calles son las mismas, ajetreadas; el mismo aire tibio del final de verano, con algunos nubarrones que quizá descarguen lluvia a media noche. Como entonces, las terrazas llenas de parejas que cenan charlando, o dándose la mano; las fuentes chispeando entre la luz amarillenta de las farolas; gorriones rezagados junto a la estatua de bronce. Continúa en la esquina el músico callejero que toca un tango en un violín viejo; brillan las mismas estrellas, huérfanas de oscuridad intensa, mientras vibran inquietas entre el aire caliente que asciende desde la ciudad cansada. Miro aquí y allá y creo verte en algún reflejo, o quizá te descubro en una voz que se parece a la tuya o en un gesto que se me antoja familiar. Llego a la cafetería e, ingenuo, idiota perdido, miro en cada mesa por si aún estás esperándome para hablar de nuestras cosas, como entonces. Y cuando no te veo, me engaño pensando que sólo te has rezagado por el tráfico o por alguna tarea tardía. Todo es similar, casi exacto,  y sin embargo es todo tan absolutamente distinto sin ti. Lo comprendo cuando cuando llego a la habitación, la de nuestra primera noche, y el mundo se derrumba al caer en la cuenta de que no amaneceré abrazado a tu pecho.


15/3/08

Cena en el hotel


Estabas cansada. Te habías levantado muy temprano para ir a la oficina. Aquella casi hora de trayecto hasta el trabajo, día sí y día también, minaba tu resistencia. Así que no quisiste salir a cenar. Mejor quedarnos en el hotel, dijiste. Hacía mucho frío. Aún estaban colgados los adornos de la navidad y las calles brillaban bajo las guirnaldas de colores. Las farolas pintaban de amarillo los charcos y el asfalto húmedo por el sirimiri intermitente. Estabas guapa con tu abrigo claro, tu bufanda al cuello y tus botas de mercadillo. Te abracé, metiste tu mano en mi bolsillo y caminamos despacio hasta el súper. Jamón del bueno y botellita de cava. Eso, elegiste. Dijiste que no tenías apetito para más.

Pusimos el cartelito de no molesten en la puerta. Y echamos el pestillo de cadeneta. Seguía lloviendo pero la habitación estaba cálida de temperatura y de sentimientos. Estábamos seguros que el cosmos sólo existía para nosotros. Te desvestiste y te pusiste sólo la chaqueta del pijama. Dejaste que acariciara tus muslos. Te acurrucaste en el silloncito y abrimos el jamón sobre la mesita. Insististe en descorchar la botella con un pum audible. Reíste cuando el corcho salió disparado contra el vestidor. Los dos vasos del minibar nos sirvieron para brindar con los brazos entrelazados, como en las películas. Casi no hablamos pero no dejamos de mirarnos y sonreírnos. Bastaba eso. Te amaba. Me amabas. Bastaba eso. Hicimos el amor y dormiste abrazada a mí. Aún te amo.

Músico


Tu postre favorito era un músico. Yo no había escuchado nunca antes que existiera un postre que se llamara así y tú me decías que era un ignorante, que cómo no podía conocerlo. Era hermoso compartirlo contigo mientras charlábamos. El vino dulce con el barquillo cilíndrico, las nueces, los piñones y las pasas. No había discusión con los frutos secos pero por el barquillo competíamos a ver quién lo pillaba primero entre risas. Era un milagro que cosita tan pequeña diera para sobremesas tan largas. Luego, tus besos sabían dulzones y amantes.

Corazones en la tierra


El camino era escarpado y estrecho. Te solía dar miedo. Ten cuidado, mira bien por dónde vas, no me cojas de la mano, ponla al volante, me decías mientras mirabas de reojo a la barranca que se desplomaba sobre el río. A medio camino, en un pequeño trecho que se hacía más ancho para permitir que se cruzaran dos vehículos, paré de pronto. ¿Qué haces?, me dijiste. Ven, no preguntes, sal y ven conmigo. Me tomaste por chiflado. Te tomé de la cintura y te hice caminar hasta la pendiente de arcilla cortada en el lateral del camino. Estaba húmeda y maleable. Con la llave del coche, dibujé un gran corazón y nuestras iniciales. Te reíste y dijiste que estaba loco pero me diste un besazo precioso y enorme. Las lluvias del otoño borraron las letras marcadas en la tierra. La lluvia del destino no las borrará jamás de mi corazón ni de mi recuerdo.

Me esperabas



He mirado esa fotografía cientos de veces. Yo me retrasaba preparando mi maleta. No recuerdo por qué. Tú ya estabas lista desde hacía mucho rato. Estabas sentada sobre la cama, aguardándome. Blusa rosa, falda entre granate y teja, unos cabellos rebeldes te enmarcan juguetones el rostro, una mano sobre la otra, una pulserita en la muñeca, un colgante al cuello, una pierna recogida bajo tu muslo, como una niña aplicada. Observándome, esperándome. Tu carita inclinada sobre tu hombro, como si pensaras qué hará este hombre que se demora tanto. Te miré entonces y te vi, ahí sentada, callada,  con una sonrisa tan tierna que sólo pude dejar de hacer lo que estaba haciendo y acudir a besarte, a abrazarme a ti. Te dije: espera, no te muevas, deja que te saque una foto, no quiero que se pierda este instante de magia. La hice y quedó grabada tu carita maravillosa que me miraba como si yo fuese lo mejor del mundo. ¿Qué estarías viendo en mí, tú que eras todo?  ¿Qué hice bueno para merecer tal expresión de ti? Esas eran las miradas que me atolondraban, que me derretían, que me rendían a ti, que me hacían ser mucho más de lo que soy, que me hacían feliz. Hoy, - gracias a Dios que saqué aquella foto-  miro la imagen y tu sonrisa, aún congelada y rota por la vida, sigue siendo la más maravillosa del universo.


Graduación


El día de tu graduación fue bonito. Estabas feliz por el logro. Y yo por ti. Habías conseguido tu sueño, lo que no habías alcanzado cuando debiste en el tiempo. Pero eras una mujer fuerte, perseverante, con una capacidad de trabajo asombrosa. Muchos, casi todos, hubieran cejado en el camino, hubieran desistido. Al cabo, ya era sólo un sueño y no una necesidad. Pero tú continuaste en el camino, por encima del cansancio y de la falta de tiempo, del desánimo ocasional y de las dificultades. Estabas hermosa y alegre. Yo estaba orgulloso de ti, mucho más que si fuese mi triunfo propio. Dormiste inquieta, abrazada a mí, y me hiciste bajar tan temprano a desayunar que aún era de noche. Te preparaste con esmero, con aquel traje chaqueta-pantalón tan elegante que habías comprado sólo para la ceremonia. Cuando dijeron tu nombre, la vida te restituyó lo que siempre mereciste. Recuerdo el cariño con el que todos los catedráticos te saludaron. Luego, llené la memoria de la cámara con tus fotos. Aún las miro a menudo. Merecías el éxito y lo tuviste pero el destino te esperaba a la vuelta de la esquina para arrebatarte a traición lo que no había podido quitarte cara a cara.


¡Qué ganas!


Llegué muy tarde. Me demoré en el trabajo y el tráfico no ayudó a recuperar el tiempo perdido. Aun así, me esperaste sin acostarte y eso que estabas rendida de la jornada. Era ya noche cerrada cuando nos encontramos en el aparcamiento del parque. Tenías poco tiempo. Debías regresar. Era verano y la noche era cálida y llena de estrellas. Te besé con esa ansia que nos abordaba siempre tras días de ausencia. Tú devolviste el beso con ternura y pasión. Charlamos apresuradamente, amontonando las palabras para contarnos todo en nada, millones de cosas en poquitos minutos, entremezclando frases, besos, caricias y promesas. Estabas preciosa. Vestías una camisa banca y unos pantalones cortos azules. Acaricié tus piernas, nos besamos, te dije mil veces lo hermosa que estabas, pero el reloj llamaba al descanso y a las obligaciones. Dijiste ¡qué ganas! al salir del coche y tuve que esforzarme infinitamente para soltar tu mano y dejar que entraras en tu coche.


El alma de las cosas



Hoy caminé por la ciudad que tantas veces visitamos juntos. Creí que sería un viaje más. Soy un inconsciente. Tanto estudio técnico me ha hecho olvidar que existen lo inexplicable, lo intangible, lo irreal, lo incalculable. Pero estos acechan siempre y, en cuanto te descuidas, el alma de las cosas se presenta ante uno para mostrar lo auténticamente real, lo que importa.

Qué amargura, cariño. Cada esquina, cada calle, cada rincón, cada fuente, me trajeron recuerdos de ti. Qué amargura no poder pasear nuevamente contigo, agarrando tu mano. Qué rabia inmensa produce tu ausencia. ¿Cómo es posible que todo, absolutamente todo, estuviera todavía impregnado de tu memoria, de tu aroma, de tus gestos y de tu risa? El tiempo no ha pasado. No te has ido. Fue como si la ciudad se contrajera para que todo lo vivido juntos se concentrara ante mis ojos. La plaza donde vimos bailar tango a aquella pareja tan elegante mientras el viejito de barba espesa tocaba el acordeón. Me dijiste, un día tenemos que bailar así. Y yo, patoso diplomado, te dije que sí, que contigo, sí. Visité la iglesia y me senté en el mismo pasillo desde donde te veía volver de comulgar, sonriéndome. Deambulé por el mercado, donde tantas veces hicimos la compra. Me senté en la taberna con aires de pub londinense donde desayunábamos café con leche y bollos, en aquel rinconcito coqueto y apartado. Y paseé por el parque con la fuente donde te hice tantas fotos. Fotos que aún tengo y que repaso muchas veces con el dolor de saber que es lo único que me queda de ti.

Pero no, miento. No es lo único que me queda porque toda tú sigues aquí, permaneces en mí y en el mundo. Basta un efluvio, una brisa, una esquina, un edificio, un sonido, para que regreses, para que te vea y te sienta de manera tan real que no puedo creer que no nos reencontraremos algún día. No olvido nada. Aunque no sea consciente de ello, tú sigues conmigo. Así caminé hoy por la ciudad. Contigo a mi lado. Sí, nadie te vio a mi vera, ni nadie escuchó tu risa y lo que me contaste. Pero estabas allá, junto a mí. Yo lo sé.

Lloré. Lloré mucho. No me avergüenzo de decirlo. Ojala esta pena siga siempre tan hiriente y cercana. Porque no quiero olvidarte. Nunca. Quiero sufrir tu ausencia. Hasta el reencuentro.

Consciencia


Que te amaba con toda mi alma lo sabía ya cuando te tuve. Que te amé más de lo que nunca creí entonces, que te amo por siempre e infinitamente, lo sé hoy. Pero, quizá, de lo que no fui consciente fue de cuánto me amaste tú, dulce compañera. De eso, de lo desmesurado de tu amor, de tu entrega, del cariño con que me inundabas sin que yo lo percibiera, de la necesidad de tenerte, tengo plena conciencia ahora que no te tengo. Pusiste tan alto el listón que todo lo posterior a ti no es sino un pálido intento, y seguramente infructuoso, de volver a ser feliz.


Hoy te he llorado




Hoy te lloré. Quiero decir, más de lo de costumbre, más allá de ese llanto del alma y del sentimiento que fluye sordo pero persistente cada minuto del día. Te lloré y me refiero al llanto exterior, a ese caudal de lágrimas físicas que no se pueden detener por mucho que uno se pase el dorso de la mano por los ojos enrojecidos y uno se pregunte que qué se está haciendo perdiendo los papeles de esta manera. Sí, hoy te lloré. Suele pasarme a veces, ya lo sabes. Es repentino. De pronto, me atenazan la congoja de tu ausencia, la rabia por la vida injusta, la certeza de que la esperanza quedó muy atrás en el camino, el miedo de la soledad. Y, entonces, siento que súbitamente se me agolpan un zarpazo de hiel en la garganta y un grito mudo en las palabras; y siento la falta de aire, y el río de lágrimas que estaba ahí, empantanado en mí sin que yo me percatara, de pronto rompe la presa en que la razón, el sentido común y la madurez lo habían aprisionado. Pero, ¿sabes?, rechazo el sentido común, la razón, el que la vida sigue, el que hay que sobreponerse y el que todo tiene un motivo para suceder. Y, entonces, lloro y deseo que la rabia de mi llanto sea el tsunami que barra a los dioses sordos e inmisericordes que nunca nos escucharon y que no merecen ser adorados.





8/3/08

Sólo ahora


Entonces no era consciente de cuánto te amaba. Aunque te amaba con locura, sólo he sabido cuánto y de qué manera tan radical te adoraba después de tu marcha. Yo te decía, te quiero. Pero no sabía en realidad cómo te quería. Lo supe después, cuando ya no importaba. Yo te decía, te deseo. Pero sólo ahora sé lo que es desear tu cuerpo. Yo te decía, te necesito. Y aunque necesitaba tu presencia cada instante de mi existencia, sólo ahora sé lo que duele necesitarte así. Yo te decía, te extraño pero es ahora cuando he conocido el dolor desgarrador de tu ausencia que me devasta el alma. Entonces, sólo vivía para ti pero sólo hoy sé lo que eso significa. Te decía, te amaré siempre, pero es hoy – mi amada compañera- cuando sé con toda certeza que es radicalmente cierto.

Un libro de regalo


Leí el poema en un suplemento literario de un períódico que me dieron en un avión. Normalmente, uno hace el sodoku y hojea sin prestar atención cuatro o cinco páginas hasta quedarse adormilado para, al aterrizar, abandonar el diario en el bolsín del asiento delantero. Pero, quizá porque aún tenía un duelo cercano, aquella columna llamó mi atención y el poema- la muerte tan presente en él- que ilustraba la crítica del libro se me quedó grabado. De un poeta muerto muchos años atrás, ninguna novedad, ningún afán de vender volúmenes, quién sabe por qué el crítico había escrito aquella reseña. Versos hondos, de recuerdo del ser querido que marcha sin que la ida parezca definitiva por mucho tiempo que transcurra. Un poema que se engarzó en mí alma casi al instante. Tanto que, unos días despúes, te comenté la anécdota y aún pude recitarte alguna estrofa. No dijiste nada, aparte de coincidir conmigo en que era profundamente conmovedor.

Pasaron los meses y yo olvidé todo aquello. Pero un día, un día cualquiera en que no celebrámos ningún aniversario ni acontecimiento especial, llegaste a la comida con esa sonrisa que yo tan bien conocía y que significaba que querías decirme algo, que llegabas con ganas de contarme cosas. Abriste el bolso y sacaste el paquete envuelto en papel de regalo. "Ábrelo, anda”, dijiste. No imaginaba qué era. Desgarré el papel de colores y descubrí el poemario completo. Te había costado muchísimo hallarlo. Estaba descatalogado. Recorriste librerías y finalmente, gracias a un amigo, habías localizado un ejemplar perdido en una estantería recóndita. Nunca supe con exactitud cuántas horas dedicaste a encontrarlo sólo porque sabías que me había encantado. Lo habías hecho en secreto, con la ilusión de ilusionarme, con el afecto infinito con que siempre me regalabas.

Hoy lo guardo como una reliquia de valor religioso. Nunca lo imaginaste. Menos aún yo. Pero ese libro que tocaron tus manos, esas páginas que voltearon tus dedos, esos versos que leimos juntos han resultado escritos para ti y para mí. Horréndamente presentes en nuestros destinos.

La pizzería



Aquella pizzería se convirtió en nuestro confesionario. Solíamos ir a cenar pronto. O a comer tarde. Siempre a destiempo, a contracorriente del mundo. Contigo, yo podía remar contra todas las corrientes del océano porque me hacías tan fuerte como un coloso. Nos gustaba especialmente pasar allá la velada frente a unos fetuccini o una pizza compartida, con una copa de vino afrutado y fresco. Siempre nos sentábamos en la misma mesa, en el ajimez reservado que daba a la calle, con sus vidrieras entramadas con viguetas y postigos dorados. Era nuestro refugio, donde nos tomábamos de la mano mientras charlábamos largamente. Mantel de cuadritos rojos, tan de la Toscana; candiles marineros de luces tenues que algún juego del destino había llevado tan mar adentro; una flor en un búcaro de cristal; el camarero lejos, tatareando una canción, sabiendo que no debía molestarnos; el fluir de la rambla abajo, con sus conversaciones de terrazas de verano bajo una luna que se empeñaba en ser siempre grande y nacarada, envuelto en el tibio aire de la noche de verano. Allá fui aprendiendo de tu vida, de tus esperanzas, de tus nostalgias, descubrí el significado de tu forma de mirar, de tus anhelos, el motivo de cada mirada y cada gesto. Allí me convertiste en lo que soy, cincelándome con paciencia y amor. En aquel refugio me sentí el hombre más querido del mundo, en el contacto de tu piel y en el amparo de tus ojos. Fue allí donde nos sacamos furtivas fotografías a las que ahora me aferro como si fueran el último madero del naufragio en que se convirtió mi vida cuando tuviste que marcharte. Ahora, compañera mía, duele horrores no poder sentarme junto a ti en aquella misma mesa. Tu recuerdo me desgarra las entrañas.

Planetario



Cuando los recuerdos se le escapaban indómitos, Ferdinand los hacía retornar a la oscuridad encerrándolos entre palabras y breves textos que guardaba en un lugar disimulado de su diario. Lo hacía así para no herir a Lidia, para no perturbarla con su pasado, para que las sombras que se enredaban en su propia alma no ensombrecieran todo el amor que sentía por Lidia, para que ella no se sintiese dolida o inquieta, para que no dudara de su cariño. En cualquier caso, Ferdinand sabía que Lidia lo leía sin decirle nada y seguramente Lidia sabía que Ferdinand lo sabía. Al cabo, con ese juego de ocultamientos tan falso como ingenuo, Ferdinand le contaba todo lo que le ocurría, todo lo que sentía, aunque no tuviese valor para decírselo cara a cara.

En realidad, estaba asustado de poder perderla, de resultarle demasiado complicado, de que el corazón se le desangrase una vez más. Porque a Ferdinand le fascinaba Lidia. Podía pasarse horas enteras mirándola sin otro propósito que disfrutar de su imagen. Se extasiaba escuchándola, siempre tan interesante, tan cautivadora en su charla. Le gustaba acariciarla suave e infinitamente, sintiendo en cada milímetro del roce con su piel un placer inmenso. Cuando la abrazaba, cuando la tomaba de la mano, se sentía en un mar de luceros. Todo tan de telenovela y de cuento hortera que no se atrevía a contárselo. Le encantaba verla dormir, sus ojos cerrados, respirando con tranquilidad, siluetada en la tenue luz de la noche iluminada por la luna y las estrellas. Por eso, cuando llovía, la invitaba al Planetario. Para que ella se durmiese bajo un firmamento de cartón piedra, cogiéndole de la mano. Entonces, Ferdinand se olvidaba de los astros, y de la luna, y de las nebulosas de colores para disfrutar del rostro de Lidia. Quiso decirle lo mucho que le enternecía verla dormida pero como le daba vergüenza hacerlo frente a frente, se lo escribió en aquellas páginas que él sabía que ella leía sin decírselo.







Exámenes






Puse el despertador para llamarte a la hora. No me hizo falta porque yo estaba tan nervioso como tú misma y me desperté antes de la hora. Era de noche en el lugar en que yo me encontraba. Media mañana donde tú estabas. Habías tenido un problema en la universidad. Un examen muy mal evaluado. Protestaste con toda la razón. Y el catedrático te citó en su despacho. Tenías tanto orgullo de sacar bien tus estudios que te dolía cuando te corregían a la baja.

Noté que todo había ido bien al primer segundo. Sabía cuándo eras feliz por el timbre de tu voz, por el ligero trémolo de tu hablar. No sólo tenías razón. Te había calificado con la máxima nota. Te dije que te amaba, que merecías todo lo bueno del mundo, que te admiraba. Ahora duerme, cariño – me dijiste- luego te cuento todo. Yo no quería colgar. Me obligaste a hacerlo. Prometí que te llamaría en cuanto amaneciese. Pero tu felicidad ya había hecho amanecer mi mundo.




Héroe



Quizá es que las comparaciones siempre sean odiosas pero me miro ahora y es como si me hubiera descarnado el destino, como si hubiesen dejado de tener sentido los pensamientos de mi mente. Me hiciste mejor de lo que soy. Contigo era como uno de esos seres evolucionados que aparecen en las novelas, imbatible e invencible junto a ti. Sólo he valido la pena contigo y junto a ti. Los mejores actos, el único sentimiento realmente heroico lo tuve contigo y por ti. No te has ido sola, tierna compañera. Te has llevado lo mejor de mí, lo que quise ser, lo que no puedo ser sin ti, lo que espero ser cuando algún día nos reencontremos. Guarda todo lo que te has llevado. Cuando llegue el momento y me pidan créditos, miraré dentro y sacaré el único hecho del que me siento orgulloso. Tú sabes cuál fue. Sigo dispuesto a ello.



Recuerdos de la Naturaleza



Cuando te visito justo al atardecer, todo parece confabularse para que la memoria sea más cercana y más dolorosa. Quizá sea porque se me aparecen todos los anocheceres en que buscábamos un lugar apartado para decirnos que nos queríamos, que no quería irme, que regresaría pronto, que era malo dormir lejos de tus labios. Quizá porque la luz es exactamente la que entonces era, tan peculiar, tan dulce, tan etérea. Sea por lo que sea, estoy convencido que la naturaleza tiene nostalgia de aquellos momentos y que los ha guardado en algún sitio. Conocemos poco de la Tierra. Seguro que esta dispone de su propia mente, con sus melancolías, con sus recuerdos buenos y tiernos, con sus esperanzas, y que, de tanto en tanto, se place en recrearlos y ordena a todos los elementos que revivan el pasado. Hoy, por ejemplo, había nubes en el cielo, algodonosas, como navíos dorados flotantes en el cielo, igual que cuando nosotros jugábamos a distinguir formas en los nimbos del cielo. Y la luna estaba recién nacida, afilada, recortándose nacarada sobre un telón azul profundo que se iba poblando de luceros, igual que cuando yo te contaba que allá estaba Sirio, y allá Rigel y más acá Betelgeuse. Hoy, las hojas caídas, amarillentas y rojizas, formaban remolinos sobre los caminos como cuando yo te cortejaba para que me regalaras un beso y hacía un ramito de hojas como humilde obsequio que tú aceptabas riendo. Hacía viento, ese aire frío y poderoso de otoño que, no obstante, aún es agradable. Como cuando metías tus manos en mis bolsillos y tu cabello negro- cómo echo de menos aspirar su perfume- volaba libre. Hoy, había golondrinas que hacían cabriolas imposibles junto a tu lecho, como cuando volvíamos del río tras habernos contado tantas confidencias. Hoy, sólo faltabas tú y la obra representada era un fracaso sin ti.

Junto al mar


Era mediodía, era verano, era un día azul cobalto y ventoso. Nos detuvimos en la desembocadura del río, frente al puente. Había mar y la marea estaba alta. Te asombraste de las olas poderosas golpeando las enormes rocas del dique. Te gustaba verlas. Tú que eras de tierra adentro, acostumbrada a prados de cereal sembrado y campos de amapolas, quedaste entusiasmada frente al azul del mar roto por cien mil dibujos de espumas y reflejos de sol. Llevabas un suéter rojo y unos pantalones blancos que te llegaban a media pierna. Intentabas recoger tu pelo pero el aire lo hacía volar en torno a tu rostro, enmarcándolo, embelleciéndolo. Estabas hermosa mirando el horizonte y el orzar de un pesquero que salía a faenar mientras batallabas por domeñar el cabello.

- No me hagas una foto- dijiste- voy a salir mal con estos pelos.

No te hice caso y la tomé. Hoy me acompaña y te hace presente. Todo lo que vivimos está en ella y en el viento que todavía sopla buscándote, y en los arabescos que la espuma sigue dibujando en un mar que te extraña tanto como yo lo hago.

Cena


Te cambiaste de traje para ir a cenar. Chaqueta y falda, color marfil. Zapatos de tacón. Tres gotas de perfume. Decías que había que ir elegante a un buen restaurante. Estaba situado en el puerto, en lo alto del muro. Decorado como un barco varado, nostálgico de océanos lejanos. Un excelente establecimiento, de esos que se recomiendan en las guías gastronómicas. Nos lo merecíamos. Lo necesitábamos. Estabas hermosa aunque eso no era novedad alguna. Cuando llegamos comenzaba a atardecer y el cielo se doraba de reflejos que, luego de pasar por entre las velas de los balandros, serpenteaban en tu pelo negro. Nos hicimos fotos junto a los bous y jugamos a lanzar caracolas a la dársena, a ver quién llegaba más lejos. Las gaviotas revoloteaban ansiosas por entre las cajas repletas de marisco y hielo. Te recibieron como a una reina. Te recogieron el abrigo. Te hicieron una pequeña reverencia. Nos sentaron en una mesa apartada. Mejor así porque necesitábamos hacernos todas esas carantoñas y mohines que uno necesita hacer cuando se muere por la piel del otro. Pedimos unas gambas que estaban deliciosas. Y cangrejo relleno. Era la primera vez que lo probabas. Y pescado en salsa. Y vino blanco. El viaje había sido largo y estabas cansada. Te abracé al salir. Era ya noche cerrada y las luces de las farolas rielaban en el agua. Subimos al malecón. El runrún de las olas al golpear las rocas susurraba arrullos de afecto. No hablamos. No hacía falta. Las palabras hubieran roto el hechizo de la noche. Te estreché junto a mí, te besé, dejaste que te envolviera en el abrigo de mi abrazo. Tú lo deseabas. Yo lo necesitaba como el aire. Luego, regresamos y caíste dormida sobre mi hombro tras decirme que había sido una maravillosa velada. Lo había sido por ti.


1/3/08

La vida que bulle en torno a ti



Hoy te visité. Me senté en el banco, junto a ti, hablándote sin palabras, pensándote- me gusta pensarte, recordar lo que fuimos, lo que vivimos, el privilegio de ser tuyo-, sonriendo por dentro al calor de las memorias más tiernas y dulces, como el día que cenamos solos en aquel restaurante y los camareros se desvivieron por servirnos o como la playa que nos vio caminar abrazados cuando ni la luna permanecía ya levantada.


Hay vida a tu alrededor. Me sorprende cuánta vida atraes en torno a ti. Hoy había decenas de mariposas revoloteando en tu jardín, pequeños insectos que se afanaban en sus laboras de recolección de grano y gorriones que cantaban y daban saltitos frente a tu reposo. Las flores estaban más radiantes que nunca, brillando bajo el azul intenso de la tarde. Las hiedras de las paredes han crecido más como si quisieran arroparte para cuando llegue el invierno, protegerte, mimarte.

Quiero creer que sólo te has transformado temporalmente, que – generosa como siempre lo fuiste- has repartido tu alma y el latido vital de tu ser por toda la naturaleza que te rodea para que progrese, para que la tierra se pueble del pálpito de la existencia pero que toda esa vida que bulle inquieta a tu vera te será reintegrada algún día y entonces reaparecerás, esplendorosa, y me harás un gesto para que corra junto a ti. Y te juro que no hago sino anhelar el día en que eso suceda.

Cenas

Las noches en que no podía cenar contigo porque el trabajo me lo impedía, te preocupabas de traerme algo de comida. Siempre me sorprendió el ahinco que ponías en ello, en prepararla -aún a sabiendas de que me bastaba con comprar un bocadillo en la taberna de abajo y que eso me era suficiente- , en que fuese completa, en asegurarte que hacía un hueco en el tiempo para comérmela. Me encantaba cómo me cuidabas, la pasión que ponías en ello, el amor que me dedicabas en las pequeñas cosas, en los pequeños gestos. Recuerdo bien los tuppers que me entregabas en una bolsa, cerciorándote de que hubiera tres platos – entrada, principal y postre- como si el saltarme alguno fuese un pecado capital. Te salían deliciosos los huevos rellenos. Me chupaba los dedos con ellos y luego te gustaba que te halagara diciendote lo sabrosos que me habían resultado. Limpiaba los recipientes de plástico para que por la mañana me regañaras diciendo que no era necesario, que debía haber usado ese tiempo para dormir. Lleno el estómago de tu comida y repleta mi alma de tu cariño, me sentía bien y en paz. Luego, más tarde, cuando ya era de noche y estaba a punto de acostarme me llamabas para preguntarme si lo había acabado todo. Y yo te decía que sí, que no te preocuparas, que era mucho más de lo que necesitaba, que te amaba, que te necesitaba cerca de mí. Hoy no tengo tus platillos ni tus llamadas en la noche pero sigo necesitándote como aquellas noches en que cuidabas tanto de mí.



Origen

Fui a ver una película el otro día. “Origen”. Si aún estuvieras aquí, hubiéramos ido a verla juntos. Una película fuera de lo común. Unos hombres especialistas en penetrar en los sueños de los demás para robarles sus secretos más íntimos o para introducir en su mente anhelos que antes no sospechaban. Sueños dentro de otros sueños. ¿Sueñan los personajes que se nos aparecen en nuestros sueños? ¿Y los que aparecen en los sueños de los soñados?

Claro, para un individuo que se pasa la vida saltando entre la realidad y los sueños, saber dónde se está en cada momento es sumamente importante y por eso el protagonista tiene sus trucos para asegurar su ubicación. Cuando las luces de la sala se iluminaron, los espectadores debatían sobre si, en la escena final, aún estaba soñando sin saberlo o había regresado sano y salvo a la realidad. Así lo decía una muchacha junto a mí:

- Sí, se ha salvado. Estaba de vuelta en la realidad

¿Salvado en la realidad? Me puse triste. Te echo tanto de menos que me pasé la sesión recordándote. El actor que encarna al ladrón de sueños mantiene una dramática relación con su esposa muerta cuando duerme y desea salir de esa pesadilla y regresar a lo real, a la vida que sigue. Yo no, yo quiero salir de la vida que sigue y volver al sueño de tenerte, de oirte, de sentir tu piel caliente, de disfrutar la sonrisa que me regalabas. ¿Qué hago yo en la vida que sigue si tú no la vives conmigo? En el filme, unos ancianos se dedican a soñar porque prefieren sus ensoñaciones al mundo físico. Así lo deseo yo. Duermo cada noche, confiado en que soñaré contigo, en que durante esas horas de reposo – es cierto, me siento en paz, en reposo, en armonía con el cosmos, cuando te pienso, cuando mi mente te recrea- seguiremos paseando por la avenida o descalzos por la orilla de la playa; que nos detendremos a conversar en las sobremesas, allá en la ribera del río; que me despertaré en la noche – despertares en el interior del sueño, sin despertar de él- y notaré tu presencia junto a mí y volveré a dormir, para soñar que sueño contigo. Te he de ser sincero. La mayoría de las mañanas no recuerdo lo soñado. Pero estoy seguro que lo hago contigo, compañera amada. Tú, que vives allá, sí tendrás en la memoria el tiempo que pasamos juntos mientras descanso. Guarda todos esas vivencias. Guárdalas hasta que mi mundo se invierta y la vida se haga sueño.




Tu niñez

Un día, después de comer, fuimos a visitar el balneario. Allá pasaste algunos veranos de niña, cuando no sabías que yo me cruzaría en tu vida ni yo podía imaginar que el alma se me pintaría de dorados y platas al conocerte. Entonces, tú jugarías despreocupada, ajena a los golpes que luego la vida te daría. Yo intercambiaba canicas sin sospechar que llegaría a necesitarte tanto que tu presencia se hace ineludible y tu ausencia quema como mil hogueras. Y, sin embargo, entonces, cuando tú correteabas por el balneario y yo no sabía ni que este lugar existiese, nuestros destinos ya se habían entrelazado en el cielo. Algún querubín juguetón había decidido que un día te vería, que un día me quedaría absorto frente a ti, que tu voz sería una sonata de celestas y arpas, que tu pelo negro- cuánto echo de menos el peinarlo- contendría la más perfumada fragancia que jamás he sentido.

Estaba descuidado el lugar pero me pareció el más bello de los lugares. Dicen que los espectros no existen pero yo te vi jugar entre aquellas paredes. Dicen que los recuerdos se esfuman en el tiempo como el arrullo del viento se extingue entre los juncos de la ribera pero yo creí verte con aquella faldita corta con ribetes azulados y aquellos zapatitos de correa que tan mona te hacían.

Nos sentamos en el suelo, entre los árboles del cercano bosquecillo. Me besaste. Te besé. Me contaste de cuando eras niña. Dicen que el pasado muere en el mismo instante en que sucede. No es cierto. Aquella tarde en el balneario, toda tu historia penetró en mí y cada uno de los minutos de tu existencia pasada volvieron a ocurrir en tus palabras para quedar engarzados en mí para siempre.