26/6/08

La esquina


Esa esquina era suya. Durante varios años le había pertenecido. Desde que la conquistó en aquella pelea con un borracho rumano, aquella esquina había sido suya. Trabajaba allí todo el día, porque él consideraba que aquella era su ocupación. Necesitaba creerlo así para mantener su dignidad. Llegaba siempre muy temprano y su primera labor era limpiar el suelo y colocar los cartones sobre los que se sentaba. Despeinaba su pelo a propósito y se sentaba con una mirada de tristeza profunda que era una mezcla entre una pose estudiada y lo que le afloraba del alma. Era un mendigo, un sin casa, un desempleado que, no obstante, consideraba aquella esquina como su oficina. Era pobre, sin duda, pero aún orgulloso. Y, por ello, mantenía aquel lugar limpio.

El cielo estaba plomizo aquel día. A Harald, el mendigo, no le gustaban las nubes, sobre todo esas tan cenicientas y cargadas de agua. No hay nada peor para un desamparado que la lluvia. Pidió a Dios que saliera el sol y una mueca de ironía le cruzó el rostro. ¿Cómo podía pensar aún en Dios? ¿Podía creer en un Dios? Si los dioses existían era seguro que eran totalmente sordos a cualquier plegaria.

Como cada día, ya sentado, Harald vio cómo se abrían las tiendas. Vio cómo los transeúntes se apresuraban a coger el metro o el autobús. Vistos desde su esquina, se asemejaban a locos que corrían de aquí para allá sin saber a dónde realmente se dirigían. Se sentía mejor cuando los observaba. Aquellos seres quizá tenían dinero pero no tenían tiempo para disfrutar de los pájaros, del aire fresco de la mañana y del florecer de las ramas de los árboles.

Algunas monedas cayeron en la boina que Harald usaba siempre para pedir. La tenía desde que estuvo en la Universidad y representaba mucho para él. Harald no era un mendigo al uso. Era culto y había sido un hombre de éxito hasta que la fatídica combinación de un amor perdido y un millón de botellas de mal vino, acabaron con su carrera.

Harald miró hacia arriba para agradecer la limosna.

Sólo pudo ver sus ojos. Marrones profundos, conteniendo toda la belleza del Universo en sus pupilas. Ojos idénticos a los que le llevaron a su destrucción hacía seis años. Súbitamente, en un instante, un temporal de recuerdos dolorosos barrió su mente. No deseaba recordar todo aquello. Le había costado todo sacarla de su mente y sabía que, si permitía que su recuerdo volviera, estaría perdido, al borde del suicidio. Había necesitado tres años para dejar la bebida. Ahora, sin hogar, sin trabajo y tirado en las calles, al menos había recobrado su dignidad.

Harald se estremeció con un escalofrío. Los ojos estaban fijos en él. Mirándole. Estudiándole. Apenándose de él.

- Harald?

¡No! ¡no!....no podía creerlo. Era su voz. No había duda. Era su voz, su adorable voz. La recordaba perfectamente. Aquella voz que le había susurrado toda clase de palabras de amor cuando él se refugiaba en su regazo, junto al fuego.

Harald la miró. Estaba bella, bellísima, como lo estaba hace seis años. Amaba su piel, siempre fresca como si el rocío la cubriera. Amaba su pelo, su cuerpo, sus labios, su olor, su tacto. De pronto se ¿percató de toda su miseria. Entendió que sólo tenía aquella esquina y aquel cartón en el que se sentaba. Y toda la vergüenza del mundo cayó sobre su alma.

- ¿Carla? - vaciló – ¿Eres tú?

- ¡Harald!, ¡Harald!....¡Dios mío! ¿Qué haces así?...no sabía esto, no lo sabía…Dios santo, ¿qué haces así?

No pudo contestarle nada. Toda su dignidad se esfumó en un segundo. La había amado tanto, tanto. Y ahora se daba cuenta que en el fondo de su corazón había esperado recuperarla algún día. Lo que a partir de este momento ya era imposible. Ella jamás volvería con una ruina como él.

Carla se echo a llorar. Ella también le había amado. Se preguntó qué horrible destino era aquel.

Habían sido felices por algún tiempo. Ambos creyeron que acabarían casándose y siendo felices de por vida. Les gustaba charlar, correr juntos de la mano por el parque, bailar bajo la lluvia como en la película, besarse apasionadamente, estudiar juntos….les gustaba hacer todo juntos. ¿Qué pasó? Fue todo tan rápido. Él creyó que ella había conocido a otro hombre, lo que no era cierto. Ella se sintió insultada y herida. Él no fue capaz de pedir perdón. Ella no fue capaz de perdonarle. Demasiado orgullo en ambos. Él desapareció un día. Ella no preguntó, no le llamó. Tragó su amor y su pena y ambos perdieron todo.

Y, ahora, seis años después, se encontraban nuevamente en aquella esquina.

Ambos desearon, por un instante, abrazarse y besarse. Todas las cenizas de su amor brillaron brevemente. En esa décima de segundo, quisieron pedirse perdón mil veces, empezar de nuevo.

Pero él no se atrevió. Estaba demasiado hundido y se veía a sí mismo demasiado miserable. Y ella no osó que nadie le viera coger las manos del mendigo y llevárselo con él. Ahora tenía otra vida, era una profesional respetada y no podía romper con todo lo que había conseguido. Se alejó llorando después de que depositó cien dólares en su boina. Él la siguió con sus ojos hasta que entró en un taxi.

Comenzó a llover. Harald recogió el cartón y entró en un bar. Pidió una botella. Durante un segundo se había visto a sí mismo como una Cenicienta que estaba a punto de ser rescatado por la princesa. Pero la vida es mucho más dura que los cuentos. La policía encontró su cuerpo a la mañana siguiente, muy lejos de su esquina. Ella no fue al funeral. Un amor perdido vaga aún por las calles de la ciudad.





3 comentarios :

Anónimo dijo...

me ha gustado mucho. El orgullo siempre es el peor compañero del amor

Anónimo dijo...

también me ha gustado. No esperaba ese encuentro. Algo que no se espera de unmmendigo pero ciertamente tambien tuvieron vida.

Anónimo dijo...

me gustó de veras