27/10/08

Ballad of a Runaway Horse

Volvía una vez más a Nueva York, a la vorágine de taxis amarillos que nunca paran, la orgía de marquesinas luminosas y los platos combinados en Lyndis. Yo pensaba, entonces, que conocía bien el país y aunque mi afrancesado acento me delataba en cuanto abría la boca, podía moverme con cierto conocimiento por la ciudad y sus alrededores. Disfrutaba de los tonos multicolores con que el otoño siempre cubre los robles y los olmos de Central Park, de la lluvia melancólica que te arrulla en un piso alto cualquiera de un hotel cualquiera y del ambiente intimista, cómplice de poetas y músicos perdedores, que me envolvía mientras bebía un dry gin en el jazz club de la treinta y ocho con la sexta.

Aquella invitación a visitar a los parientes de Elliot en South Dakota me pilló a contracorriente. No me apetecía dejar Nueva York y, mucho menos, sumergirme en la América profunda que estaba convencido, era aburrida y cateta. Pero él se había portado muy bien conmigo y no pude evitar aceptar la invitación de modo que, el viernes al mediodía, entre un viento frío que anunciaba tormenta, embarcamos en un vuelo de United con destino a Sioux Falls. Tras casi tres horas de viaje, mi amigo condujo otras dos horas hasta un pueblecito de granjas desparramadas por las praderas. Un lugar en donde un vecino que viviera a dos millas era un amigo cercano. Nadie en Nueva York hubiera pensado que aquellos tipos estaban en su sano juicio. El coche alquilado circulaba con la exactitud del control de velocidad activado entre mares de maíz amarillo. Aquí y allá, balas de heno reposaban bajo un cielo azul apenas navegado por unos cirros lejanos. El sol, que iba bajando, jugaba caprichoso con la tierra descubriendo remolinos arcos iris y fulgores repentinos que formaban caleidoscopios en mis ojos.

Llegamos hacia las cinco. Jane estaba en el porche, sentada sobre una mecedora que se balanceaba pausadamente. La luz que inundaba la hacienda se había enamorado de su largo pelo que caía sobre su hombro y brillaba delicadamente en cada uno de sus cabellos como si jugara a contarlos iluminándolos uno a uno. No se percató de nuestra llegada. Permaneció leyendo un libro. Al acercarnos, oí música. No sabía qué disco sonaba pero era una balada triste, de recuerdos perdidos y de sueños anhelados. Más tarde supe que era una canción de Emmylou Harris que cantaba a un caballo errante que huía allá donde la luz se abraza con la oscuridad persiguiendo un destino inalcanzable.

Jane dejó caer el libro por la sorpresa de nuestra presencia y, tras un segundo, una sonrisa increíblemente hermosa vistió su rostro. Se abrazó a su hermano Elliot y me estrechó la mano cuando nos presentaron. Arrimó dos sillas al porche y sacó un jarra de limonada. Pasamos la tarde charlando y recordando memorias olvidadas. La tensión y la velocidad con la que vivíamos en Nueva York quedaron atrás en apenas un par de horas. Cenamos entre velas de luz tenue, escuchando los ruidos de la noche y saludados por una luna menguante que iluminaba la cristalera que cubría el comedor. Lejanos, en los establos, se oían relinchos de caballos. Cercana, la brisa que agitaba las contrapersianas.

Cuando me retiré a la alcoba de arriba, ellos se quedaron charlando de sus cosas y Jane puso de nuevo el mismo disco de Emmylou y supe, entonces, que no sabía nada de América y de su buena gente. Y quise recorrer la pradera como el caballo desbocado de la balada.


1 comentarios :

Anónimo dijo...

que foto más bonita!