20/12/08

Los abetos

El ayuntamiento había elevado la tarifa por permitirle el puesto de venta de abetos por lo que sus ingresos mermarían. Tomó la camioneta al acabar su jornada en la fábrica y, como hacía cada año, condujo los cuatrocientos kilómetros hasta la sierra donde compraba los árboles al por mayor. Se alegró de que la gasolina por fin hubiera bajado de precio. Llegó pasadas las seis. Había parado tan sólo para llenar el depósito y comer un bocadillo de tortilla, de esos preparados que venden en las estaciones de servicio. El pueblo estaba hermoso o, al menos, así se lo pareció a él. Las peñas del sur relucían bajo el sol, exactamente igual que cuando él era niño y las exploraba buscando tesoros que nunca aparecían. Siempre que venía, ya sólo por navidad, le asaltaba la nostalgia.

Saludó a Carlos, que cada día estaba más obeso, y comenzaron a cargar los abetos. Estaban ya preparados, asidas sus ramas por cuerdas para que ocuparan menos. Todos tenían su pedazo de tierra al cual las raíces se aferraban con ansiedad. Seguramente, muchos acabarían en algún vertedero a pesar de que podían replantarse. Entraron treinta en el camión, bien apretujados. Pagó – eran los ahorros de varios meses- y arrancó de regreso a la ciudad. La ruta serpenteaba y el resol naranja del anochecer le molestaba. Confiaba en no llegar muy tarde porque quería estar a las seis de la mañana ya vendiéndolos. El que da primero da dos veces, pensó. Si todo iba bien, los despacharía entre el sábado y el domingo. Era la paga extra que complementaba el escaso sueldo de la empresa donde trabajaba. Con la crisis y todo eso, la plantilla en pleno había sufrido un expediente de regulación de empleo y habían dejado de cobrar dos meses. Se había sentido tan frustrado. Deseaba comprarle algo bonito a Rosa porque en noviembre había sido su décimo aniversario. No había podido ser y la cena que pensaban haber hecho en el italiano ese que tanto les gustaba, donde servían aquella lasagna de atún tan deliciosa, se canceló. Y el pañuelo de seda del que se había encaprichado se quedó en el escaparate. Ya habían decidido que lo que sacaran por la venta de los árboles sería para costear los juguetes de María José. A sus siete años, aquella pecosa, no paraba de pedir todo lo que veía por la televisión.

Anocheció pronto porque el invierno en crisis es más invierno y parece que la tierra acelera su movimiento para acunarse antes en la oscuridad. Los focos de la camioneta rasgaban la negrura de unos caminos olvidados por la administración y que hacía años que no habían visto farolas. Conocía la carretera. Si no hubiera sido así, las barrancas que cortaban al lado de la ruta le hubiesen asustado.

La curva era cerrada y aquellas luces le cegaron. Intentó frenar pero el otro vehículo le golpeó casi de frente. El camión demasiado cargado por los árboles perdió estabilidad y, bamboleándose, cayó por la pendiente. Los abetos se desparramaron y se confundieron con los árboles que la camioneta fue arrancando en su caída.

El otro conductor resultó ileso. Cuando, a las dos de la mañana, sonó el teléfono, Rosa se echó a llorar entre gritos que despertaron y asustaron a la niña.

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