9/12/08

Voyeur

Coleccionaba rostros y no era una tarea tan fácil como puede pensarse a primera vista. Cierto es que los hay a miles en cualquier lugar pero plasmarlos en un soporte físico es siempre una indiscreción y, cuando menos, una descortesía. Cuando se inició en su afición salía a las avenidas y a los parques con su cámara en mano y, aprovechando el desparpajo y la ignorancia de su juventud, robaba instantáneas de todo aquel que se cruzara en su camino. Bellas jóvenes, ancianas de caras cinceladas por la vida, hombres maduros de expresión preocupada, niños felices que le mostraban su mejor sonrisa, señoras de expresión tan triste como sus matrimonios y policías enjutos y malcarados. Con el tiempo, fue siendo consciente de su intromisión en la vida de los otros porque todo aquel al que fotografiaba se sentía como si, de pronto, tuviera que desnudarse ante el fotógrafo. Sin la máscara que proporciona la sonrisa artificial del “patata” (o el “cheese” de los turistas o el “retrete” de los más avispados en esto de aparentar una belleza natural) los individuos asaltados se asustaban del objetivo, como si este fuese un dragón del averno que llegara para tragárselos. Tuvo que utilizar cámaras más pequeñas, disimular, fingir que fotografiaba paisajes o monumentos. Rosendo – que así se llamaba el coleccionista- nunca entendió el porqué de aquel temor inexplicable. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros hemos de vivir siempre con la faz que nos otorga la fortuna y, excepto que se tenga una buena fortuna para pagar la operación estética y el valor suficiente para entrar en el quirófano, ese rostro nos acompaña siempre.

Tenía casi cien mil fotos y dibujos. Las caras eran de todas las clases. Simétricas y asimétricas, blancas, negras y amarillas, de ojos achinados y redondos, de narices grandes y diminutas, con orejones que recordaban a Dumbo y orejitas con las que te preguntabas como aquel ser podría escuchar algo. De bocas desdentadas y dentaduras perfectas, barbilampiñas y barbudas, de mostachos piratas o perillas dieciochescas, con el cabello largo, corto, en trenzas o recogido en moño.

Un día, aquel que marcaría su vida, se miró al espejo y se percató de que en la colección no estaba su propio rostro. Con tanta ansiedad por captar los de los demás se había olvidado del suyo . Cogió su cámara digital y la colocó frente así con el temporizador activado. La lucecita roja parpadeó cada vez más deprisa hasta que saltó el flash. Rosendo vio el resultado en la pantallita y se asustó de su propia expresión. No, si debía retratarse debía lograr captarse a sí mismo en la mejor de las poses. Repitió la toma una decena de veces y nunca se encontró a gusto con el resultado. Una hora después comprendió al fin el reparo de sus semejantes ante su voyeurismo, se alarmó por lo poco fotogénico que era y se sintió desnudo.

1 comentarios :

Anónimo dijo...

estamos rodeados de estos mirones con cámaras. Antes eran japoneses.Ahora todos!