12/6/09

Tumulto desbordado


Leí alguna vez que la poesía nació con la escritura. Quizá, cuando un hombre, llorando un amor perdido o anhelando uno por llegar, garabateó su melancolía en un pergamino para que siempre perdurara. Pero eso no es cierto. Ayer, me lo demostraste. La poesía es, sobre todo, palabra dicha cara a cara. Me encandilas cuando me cuentas cosas y, sí, lo reconozco, el sentido del tiempo desaparece. Porque cuando hablas, sin proponértelo siquiera, recitas. Me encanta cómo sabes describir los sentimientos, lo que los construye, lo que los hace crecer, lo que nos hace disfrutarlos. Encuentras la palabra justa, la expresión exacta, la metáfora no escrita que a mí me hubiese costado una eternidad idear, el matiz que lo hace todo comprensible de súbito. Me pregunto, entonces, cómo no se me había ocurrido expresarlo así antes a mí, tan clara es su perfección, tan evidente es que yo también lo he vivido. Es un deleite escuchar cómo pintas el atardecer a la orilla de la playa; o los caminos de arena que peregrinos y jinetes comparten; el sabor de un vino joven y frío en el porche; el cariño al preparar la comida; los besos robados al tiempo que se escapa; la luz nacarada de una luna siempre presente. Parecía que sonaba la guitarra cuando me contaste de los amaneceres con canciones suaves e íntimas. Sentí ese escalofrío dulce que la piel desea cuando me hablaste de la necesidad de una mano amada a la que agarrarse. Me gustó conversar de mi pasado – ¡lo necesitaba tanto. Gracias por eso!- porque tú me conversaste sobre el tuyo. Me rendí con tu rendición. Me enternecí con tu ternura. Suspiré con tus suspiros. Te entendí porque me entendías. Miré en tu mirada – esa que siempre se torna tan sugestiva después de las nueve- para descubrir el lujo de tu alma, la envidia de cómo eres, de cómo sientes, de cómo quieres. Aunque soltaras mi mano, que había sobrepasado la frontera del atrevimiento.
Luego, cuando tuve que dejarte (joder, qué mal llevo eso de dejarte, de darte un beso de amigo, de ver cómo te alejas) sólo pensaba en el Iguazú. Fíjate qué tontería ¿no? Mi vida encauzada, ya ancha de experiencias que vertieron en ella los afluentes del tiempo, en camino lento hacia el aburrimiento del mar. Como el río que cruza la selva, tranquilo. Y, de pronto, se interpone una hondonada que atrae la corriente, por sorpresa, sin avisar, allá dónde antes nunca había ocurrido nada, ineludiblemente, sin posible marcha atrás, como si de un imán gigantesco se tratara. Entonces, las aguas dejan de ser mansas y recobran el ímpetu de cuando nacieron jóvenes allá en las cumbres. Bullen atrevidas, se aceleran en un instante, se arremolinan y cada gota disputa el llegar la primera al precipicio para caer gozosa en él. El río, así, deja de ser mediocre e insípido para sublimarse en el prodigio de la catarata, en el riesgo de lo desconocido, en un alboroto lleno de vida, adornado por un caleidoscopio de colores.
Y yo me sentí Iguazú. Sentí que un tumulto desbordado de sentimientos me colmaba y se desparramaba excitado por un cauce nuevo. Me ví arrastrado al vacío. Qué dulce vacío. Qué deseada caída.
Estoy confundido, sí. Pero qué gozo de confusión. Y me siento afortunado por el júbilo de la ilusión renovada, por la vida henchida otra vez de oxígeno, por los sentidos emborrachados de tu belleza y de la poesía de tu voz.



2 comentarios :

Internautilus dijo...

Querido amigo: este es uno de los textos más bellos que he leído en tiempos. No sé cómo considerarlo, si como carta de amor, como declaración amorosa o simplemente como una prosa poética sublime. Da igual. Es muy bueno, está muy bien escrito y hace que te identifiques con el contenido. Al menos en mi caso. Enhorabuena.

Félix Remírez dijo...

pues muchísimas gracias. De verdad.