26/7/09

Los girasoles sabios



Estaba convencido de que alguna fuerza ajena al raciocinio le ayudaba. El porqué le era desconocido pero estaba claro que la naturaleza se aliaba con él cuando la veía. La mano de un tramoyista invisible y mágico organizaba el escenario para que fuera perfecto, especial. Y aquel día no podía ser de ninguna otra manera. El cielo de un añil puro, como de postal, albergaba miles de nubes algodonosas -de un blanco intenso, como si Sorolla las hubiera pintado con acuarelas- que se alejaban repitiéndose cada vez más pequeñitas hacia un horizonte lejano y alumbrado por mil reflejos. En el campo, millones de girasoles les miraban. Un lienzo de Van Goch pintado con colores de pétalos y trazos de corolas. Los había por todos lados, alineados en infinitas hileras amarillas. No se sorprendió de que todos ellos apuntaran hacia su carita. Estaba hermosa, muy hermosa, aquella tarde. A medida que avanzaban por la carretera, los tornasoles giraban en sincronía, persiguiendo sus ojos, sus labios y su cabello en el que el sol se entretenía reflejando chispitas de luz. Si él mismo no podía apartar su mirada de ella, comprendía perfectamente que el mundo también necesitara deleitarse con su sonrisa. Estos no eran girasoles ciegos. Al contrario, se trataba de girasoles sabios que admiraban a la mujer que amaba. Estaba hermosa, muy hermosa, aquella tarde.

Detuvo el automóvil y, con rubor, le entregó una rosa. Sí, seguramente era cursi. Nada original. Si, al menos, hubiera sido una orquídea, o un ramo de camelias, o lilas de Casablanca. Quería hacerla sentirse especial porque lo era. Quería contarle sin palabras -porque no tenía suficiente vocabulario para hacerlo- lo que sentía cada noche cuando estaba lejos, cada día cuando estaba cerca. Lo que sentía cuando intentaba dormirse sin éxito entre sábanas vacías. Hablarle del deseo que le consumía, del ansia de acariciarla.

Por la mañana, tras la desmesura de los sentidos, de las promesas infinitas, de una piel abarloada a otra piel, de una corta noche en dulce vela, tras hacer y rehacer el amor, se dio cuenta de que no era más que uno de aquellos amarillos mirasoles que les habían acompañado en el trayecto. No podía evitar girarse para mirarla con cada movimiento de ella. Era su sol y necesitaba la fuerza de su destello.

Estaba hermosa, muy hermosa, por la mañana. La rosa que le había regalado estaba aún fresca sobre la cómoda. La atmósfera del amanecer se desperezaba poco a poco entre un tenue azul, transparente y sutil, que se colaba por los visillos. Desnuda, se acercó al ventanal del jardín y encendió un pitillo. Estaba hermosa, muy hermosa, por la mañana. La silueta de su vientre y de sus muslos se recortaba contra la luz liviana del alba. Le sonrió y le preguntó por qué la miraba con tanta atención. Le hubiera contestado que él era sólo un girasol que la necesitaba pero se limitó a lanzarle un beso con su mano y pedirle que volviera a sus brazos.


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