14/9/09

Noche de relatos




La tarde estaba negruzca y la sombra de la noche que llegaba desde el este se mezclaba con la de los nubarrones oscuros cargados de lluvia y galerna.


- Igual que el día de autos – dijo Imanol, mientras miraba al cielo y se santiguaba como para espantar a espíritus que solo él presentía.


Yo algo había oído de todo aquello pero, la verdad, me consideraba un bicho raro en el pueblo porque no participaba de los cotilleos que se esparcían por la taberna y por el puerto. Y así hubiera seguido si la lluvia no nos hubiese sorprendido en aquel mismo instante, al otro lado del malecón. Hubimos de refugiarnos en la cueva natural que la falda de la montaña formada sobre el muro, tal era la fuerza con que diluviaba. No podíamos regresar hasta la taberna sin calarnos hasta los huesos, de modo que decidimos esperar acurrucados bajo la bóveda de piedra a que amainara. Más para pasar el rato que por interés le pregunté qué había ocurrido en aquel barco.


- El Virgen de Igueldo- murmuró – así se llamaba el pesquero. No volvió por este puerto nunca más después de aquello.
- He oído decir que ocurrió un accidente durante la travesía – continué sin mucho entusiasmo.
- ¿Accidente? – me miró con los ojos del que mira a un ingenuo redomado- de eso nada, amigo mío. Fue un asesinato en toda regla.


Debí poner cara de susto porque mi interlocutor me dio una palmada en el hombro para tranquilizar mi inquietud. Y, lo cierto es que aquella revelación me había afectado. No es normal oír hablar de crímenes en pueblitos pesqueros de unos pocos cientos de habitantes. Y mucho menos, cuando ese lugar es el que uno ha elegido para retirarse del mundo y buscar el sosiego que le permita escribir el libro de relatos que un editor vociferante está exigiendo cada sábado porque las galeradas de la imprenta esperan impacientes.


Le pedí que me contara lo que supiese. Por una vez, traicionaba mi tradicional desinterés por las vidas ajenas. Si iba a residir en aquella localidad por tres o cuatro meses, debía convencerme de que no corría peligro. Porque venía de leer las novelas de Camila Lackberg y los horrendos asesinos que pululan por la pequeña villa sueca de Fjällbacka. Y, he de reconocerlo, soy más bien de natural cobarde.


- Juanjo y Carmele se habían casado de jóvenes, demasiado inmaduros tal vez- prosiguió- y no tuvieron hijos. Usted ya lo sabe, supongo. Una pareja sin descendencia se consume a sí misma. Todo queda demasiado concentrado, como en una olla de vapor que, si no se regula adecuadamente, acaba por explotar.


Como viera que me estaba perdiendo con sus metáforas culinarias, fue derecho al grano. Había ya oscurecido del todo pero el reflejo de la lluvia contra la luz amarillenta de las farolas ofrecía suficiente claridad para ver su expresión de recogimiento, como si estuviese contando un secreto que nadie conociera.


- Parecían una pareja normal, enamorados unas veces, aburridos las más de ellas. Vamos, como todas las de aquí. No hay muchas diversiones por estos lares y la rutina acaba amuermándonos a todos. En el cuerpo y en el alma. Eso debió ocurrirles a ellos también. El caso es que ella perdió el interés por el muchacho, usted ya me entiende – me guiñó un ojo con cierta expresión guasona y creí entender que las cosas de la cama no les iban bien.


Un par de rayos cortaron la cortina de lluvia hacia el norte, cayendo casi verticales desde la masa informe y negra del cielo hacia el mar que, al iluminarse, dejó ver encrespadas olas. Imanol volvió a decir


- Así, así estaba el mar aquel día.


Saqué el paquete de cigarrillos y le ofrecí uno. Nos costó encenderlos porque el viento nos apagaba la cerilla pero, al final, dimos un par de caladas y el pitillo nos calentó los dedos.


- Un día llegó un tipo forastero. Italiano, dijeron que era y en verdad que lo parecía por su acento. Comprenderá que le digo esto de oídas porque, no lo dude, mis afectos siempre se han inclinado hacia las mujeres. Pero ellas afirmaban que el hombre era de muy buen ver y, pronto, fue el objetivo de todas las miradas y de todos los suspiros. Era buen marinero. Le contrató el patrón del Virgen de Igueldo y faenó bien y sin reparar en esfuerzos. Juanjo también estaba enrolado en el mismo barco y ambos se hicieron amigos. Tanto que le invitó a cenar un par de veces a su casa. En esas veladas se conocieron Carmele y el italiano.


Las farolas se apagaron. No era inusual. Con cada tormenta la frágil instalación eléctrica de la zona se venía abajo y las viviendas y las calles quedaban a oscuras hasta que amainaba y algún técnico de la capital se animaba a ponerse un chubasquero, coger el todo terreno e ir hasta la subestación. Ahora, sólo se escuchaba la voz de Imanol y sólo se veían los dos extremos ardientes de los cigarrillos.


- Nunca ha estado claro qué pasó o cuándo pasó pero parece que la mujer y el extranjero acabaron entendiéndose más de lo debido. Esto no puedo afirmarlo con total seguridad pero parece que habían planeado marchar a Padua en cuanto finalizara la temporada. Un amigo me dijo que ya habían comprado los billetes de un paquebote que salía en Noviembre con destino a Génova. Sea lo que fuese, aquella noche Juanjo debió enterarse. Ella siempre dijo que le había gritado antes de salir que los mataría a los dos, que no se iban a reír de él y que primero acabaría con él para que ella sufriera su ausencia.
- Bueno, pero eso es un simple ataque de celos- argüí mientras me frotaba las manos para entrar en calor.


Ya dejaba de llover y nos animamos a dirigirnos, a buen paso, hacia la taberna. Estaba iluminada y al acercarnos oímos el soniquete de la televisión que siempre estaba funcionando aunque sólo fuera para mostrar anuncios. Entramos y saludamos al par de parroquianos que se resistían a marchar a sus casas. Pedimos dos vinos y nos sentamos en la mesa del rincón, ocultos a los oídos curiosos de los demás. Yo, de frente a la barra y a la puerta. Mi amigo, de espaldas a todos y ajeno a lo que sucedía detrás de sí.


- Aquella noche era como esta. Amenazaba tormenta y la mayoría de pesqueros no salieron a faenar. El Virgen de Igueldo sí que lo hizo y, junto a otros tres muchachos, marcharon en él, Juanjo y el italiano. La mujer debió presentir algo porque salió, a pesar de la llovizna, a despedirles sin quedar claro si agitaba su mano por su marido o por el otro. Volvieron todos menos el extranjero. Dijeron que se había caído por la borda.
- Un accidente, pues – remarqué.


En ese instante, la lluvia volvió a arreciar. Algunas veces la tormenta duraba toda la noche hasta que el sol del amanecer caldeaba el mar y volvía la tranquilidad a la atmósfera. Una vaharada de aire frío entró de pronto en el bar. La puerta se abrió y entró un hombre delgado, con cara triste, gorra calada y barba de varios días. Miró a todos con recelo y no saludó. Imanol no se percató de su llegada y continuó charlando.


- De accidente, nada. Él lo mató. Nadie se atrevió a decirlo porque les amenazó con matarlos también. Y, al cabo, prefirieron ponerse del lado del paisano cornudo que del don Juan traicionero. Tenemos espíritu de equipo en este pueblo, ¿sabe usted? Pero no dude que él lo mató. Todos lo saben. Ella le dejó hace un año. Se marchó lejos…


Imanol se dio cuenta de que algo sucedía. Apenas volteó la cabeza, pero por el rabillo del ojo entrevió al recién llegado. Quedó lívido y, por la expresión de su rostro, comprendí que el individuo que acababa de entrar era precisamente el marino Juanjo, el presunto asesino. El hombre debió también darse cuenta de que hablaba de él porque le lanzó una mirada dura y llena de odio que me hizo entrever que realmente el tipo podía matar. Y si podía hacerlo por un comentario idiota, qué no sería capaz de hacer si le quitaban a la mujer.


Cambiamos de conversación pero era evidente que Imanol estaba ya fuera de sí y muy a disgusto en presencia del otro. Le dije que parecía cansado y él aprovechó la indirecta para decir que estaba muerto de sueño y que se marcharía a la cama. Le dejé ir estrechándole la mano y salió apresuradamente, sin mirar en ningún momento a Juanjo que había pedido algo de beber sentado junto a la barra. Seguía lloviendo, ora con fuerza, ora como suave sirimiri. No me apetecía salir a mojarme pues la casa que había alquilado caía a cosa de unos quinientos metros del casco urbano. Pensé en pedir prestado un paraguas al tabernero pero finalmente decidí aguantar un rato más en la taberna, pedir otro vaso de vino y dejarme llevar por las tonterías que emitían en la televisión. Era un concurso o algo así, no lo recuerdo bien. Pero me quedé mirando la pantalla por unos minutos y acabé por olvidarme del resto del local.


Entonces, tan por sorpresa que me sobresalté, me cogieron del brazo y alguien dijo.


- ¿Puedo beber con usted?


Al mirar al que me hablaba, vi que se trataba de Juanjo. Me miraba serio pero su mirada no me infundió temor. Más bien, compasión. Asentí con un gesto porque mi garganta se negó a emitir ningún sonido.


- ¿Le hablaba de mí, verdad? – preguntó unos segundos después.
- Bueno, no sé….- Balbuceé sin saber a ciencia cierta si era mejor callar o hablar, mentir o decir la verdad.
- No se preocupe. Ya sé lo que dicen de mí. Le habrán contado que soy el asesino de un hombre.


Permanecí callado. ¿Qué podía decir? Y, además, estaba temblando de miedo aunque mi apariencia exterior fuese serena y me esforzara por darme ánimos a mí mismo, asegurándome que el tipo no me iba a descerrajar un tiro delante de testigos.


¿Sabe? Yo no lo maté pero soy el asesino – afirmó con voz clara.


Quedé confuso. No estaba seguro de haber entendido completamente la frase de Juanjo. No parecía un loco y lo que decía debía tener alguna lógica. Mi cerebro reaccionó por fin. Mi olfato de escritor detectó que allí había una historia fatídica, un enigma que narrar y, poco a poco, el interés venció al temor. Le pregunté si quería otra copa y accedió. Pedí al tabernero que nos sirviera dos. No tuve que preguntarle. Él mismo continuó hablando como si llevara tiempo deseando hacerlo sin poder hacerlo delante de aquellos a los que conocía de siempre, como si hubiese estado esperando unos oídos nuevos, forasteros, que no le juzgaran antes de empezar. Es decir, los míos.


- Era una noche de tormenta, como esta. Apenas nos alejamos un par de millas, la mar se encrespó – hizo ondular sus manos, imitando las grandes olas que aún se agitaban en sus recuerdos- y comprendimos que la pesca sería del todo imposible. Aquella misma tarde me había enterado que mi esposa se acostaba a mis espaldas con el italiano. La golpeé, sí, lo hice. Una bofetada. Grité. Estaba fuera de mí y juré que vengaría la traición. Si en aquel instante hubiera tenido el cuello del otro tipo lo hubiera estrangulado. No lo niego.


Mi temor aumentó. Aquel hombre manifestaba sin pudor alguno que había deseado matar a otro y no mostraba remordimiento alguno por ello. Recordé que, sin embargo, él había dicho al empezar que no lo mató y eso me hizo sospechar que la historia no era tan sencilla.


- Pero no, no lo hice. Pensé que sería mejor matarlo a bordo. Usted ya me entiende. En el mar, en la noche, puede ocurrir cualquier cosa. Además, la tormenta era la ocasión perfecta. Con cada ola, la proa se elevaba y se elevaba para, de pronto, caer de golpe sobre el mar que desaparecía bajo la quilla. El buque rolaba sin tino y el mar barría la cubierta. Dios, o seguramente el diablo, quiso ponerse de mi lado y una de las olas impactó en el italiano arrastrándole y lanzándole por la borda. Cayó no lejos de mí y yo vi cómo levantaba sus brazos, cómo intentaba nadar y cómo me miraba con ojos suplicantes. Podía haberlo salvado, podía. Tenía dos salvavidas muy cerca de mí y estaba bien asegurado por mi arnés. A pesar del oleaje podía haberle salvado. Pero no quise. No quise. Dejé que se fuese alejando, que se fuera hundiendo mientras una sonrisa de venganza se dibujaba en mi cara y pensaba con satisfacción en lo que ella sufriría al enterarse por la mañana. No lo maté, no. Pero sí lo maté. A conciencia.


Quedé sin habla. No pude acabar mi vaso y él comprendió que ya me había dicho suficiente. Apuró su vino y se levantó de un brinco.


- Ahora ya tiene sobre lo que escribir- me dijo antes de salir apresuradamente.


Fuera, continuaba lloviendo y mi casa estaba lejos. Le pedí unas cuartillas al tabernero y comencé a redactar un relato de muerte y desamor.





2 comentarios :

Anónimo dijo...

intrigante, interesante!
saludos desde Barcelona, Joan

Félix Remírez dijo...

gracias.