23/8/10

Pesadilla inadecuada



Cuanto más uno desea librarse de sus pesadillas más estas se empeñan en arruinar el sueño. El caso es que lo he probado todo. Cenas ligeras, cenas inexistentes, cenas copiosas. Con cualquier cantidad, mi descanso se perturba. Me he acostado temprano, apenas cuando el sol se pone tras los hayedos. Me he ido a dormir casi al amanecer, buscando estar tan rendido que ni siquiera los duendes de la imaginación tengan ánimo de permanecer despiertos. Nada, sigo soñando mis pesadillas.

Elisa dice que me inquieto y que mi rostro toma la expresión de alguien que sufre por algo. Añade que suele golpearme con el codo y susurrarme que despierte, que todo es un hechizo. Pero cumplo mi rito, mi cuarto de hora deambulando por entre mis traumas.

En esos momentos, que a mí me parecen largos en lo profundo de mi reposo, me veo en medio de la Avenida San Marcos. El sol luce flotando en un azul mediterráneo pero no hace mucho calor. Debe ser primavera, quizá Abril, porque los plataneros están floreciendo y comienzan a cubrirse de hojas grandotas y verdes; y porque las hortensias del jardín que enmarca la terraza del Café Marítimo ya lucen sus colores más hermosos. Aún y todo, el aire aún es frío por la mañana y los paseantes visten cazadoras ligeras, jerseys de cuello alto y pantalones de pana. Me miran. Caminan raudos, seguramente apresurados para fichar a la hora en sus trabajos, pero me observan. Ninguno puede evitar el girar su rostro y seguirme con la mirada. Me resulta incómodo. Alguno me insulta aunque no entiendo bien lo que me dicen. Una mujer, de cuello arrugado y manos nudosas, hace que su nieto mire para otro lado. Unos jóvenes con libros en sus manos se ríen a carcajadas y hacen chistes sobre mí que no entiendo. Yo siento frío. Tirito. Y me miran. Todos me escrutan como si estuviese loco. Entonces, me percato de lo que ocurre. Voy desnudo. Completamente en cueros por la avenida principal de la ciudad. Es en ese instante cuando, como Adán recién mordida la manzana, soy consciente, súbitamente consciente, de mi desnudez y de lo ridículo que parezco en medio de toda aquella multitud. Me avergüenzo de mí, de mi cuerpo, de estar así de impúdico en medio de la calle.

Despierto sobresaltado y tardo unos segundos en recomponerme, cosa que logro al contacto con el cuerpo tibio y dulce de Elisa. Ella me abraza y me dice que no es nada, que sólo es un mal sueño que, por algún extraño motivo, se repite. Yo no digo nada. Permanezco en silencio acurrucado en su abrazo hasta que suena el despertador. Es hora de abrir el restaurante nudista que regentamos en playa Garetas. Ofrecemos desayunos.


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