14/2/11

San Valentín: Carta desde el otro lado



Te echo de menos. Quisiera que pudieses verme desde el otro lado de las flores, que supieses que estoy bien, que te espero y, sobre todo, que sigo amándote. Siempre hiciste que me sintiera dichosa pero es ahora, al verte ahí, compungido tras la lápida, cuando sé realmente que eres el hombre de toda mi existencia.

Es extraño el más allá. Aunque quizá debiera decir el más acá. Mi cuerpo hace tiempo que desapareció. Apenas queda algo de polvo ocre y unos huesos en el nicho. Los veo cada día con indiferencia, como si no hubiesen sido míos. Ahora debo ser invisible, una especie de esencia inmaterial ajena a la carne. Y, sin embargo, siento cada día el ansia de tocarte, de oler tu húmedo pelo cuando salías de la ducha, de percibir la fragancia de lavanda que tanto te gustaba, de sentir tus labios; suspiro con que vuelvas a hacerme todo lo que tú sabías que me encendía y hacerte todo lo que yo conocía que te arrebataba. Ahí creéis – yo así también lo pensaba antes- que las almas vuelan al cielo y olvidan la tierra en la que estuvieron confinadas. Que no te engañen con esas mentiras. Si nunca pude olvidarte, menos aún ahora. Te tengo tan cerca - estás ahí sentado y afligido- que es horrible no poder echarme en tus brazos. Si siempre deseé tu cuerpo, ahora lo necesito más aún. Quiero acurrucarme en ti, engalanada con las guirnaldas de tus besos, mientras la eternidad transcurre. No sé de dónde me viene este anhelo tan humano pero te aseguro que no concibo un paraíso sin mi cuerpo entrelazado al tuyo. Algo me dice que este polvo ha de revivir en algún tiempo lejano, tan sólo para reencontrarte.


El tiempo pasa despacio en este lugar. Para sentirte más mío, para diluir este sepulcro, te escribo cartas sin lápiz ni tinta que guardo en mi memoria con la esperanza de que, algún día, te las pueda releer mientras dejas que me proteja entre tus brazos. Imagino que todo será más cruel para ti. Porque tú no sabes que sigo amándote mientras que yo sí sé que tu corazón sigue temblando cuando piensas en mí. Porque tú no puedes ver este elixir en que me he convertido mientras que yo puedo aún delinear tu rostro en la distancia. Esta pared es como uno de esos espejos sin azogar que permiten la visión sólo en un sentido. Te estoy viendo ahora, mi bello hombre y, si aún tuviera miembros, golpearía la piedra con fiereza para que pudieras oírme y saber que te espero. Mas estoy segura que sólo oyes el arrullo del viento mientras mece las campánulas del jardín del camposanto y esos jilgueros que nos alegran el aburrido transcurrir de la eternidad.

Es extraño el más allá. ¿Sabes? Aquí jamás hace frío pero, a pesar de ello, cada noche añoro el calor de tu piel, el refugio de tu abrazo, cuando te acercabas tanto que sólo un suspiro podía viajar entre nuestros cuerpos. Este diciembre, cuando el camposanto se vistió de blanco y nadie pudo llegar hasta nosotros porque cortaron las carreteras, anhelé estar al otro lado del mármol, contigo otra vez, como en aquel invierno hace tres años. Entonces aún no sabíamos que yo ya estaba enferma. Tú hacías que metiera mi mano en el bolsillo de tu gabán, me ceñías con tu brazo sobre mis hombros y besabas mi pelo y mi sien hasta que la tiritona desaparecía. Paseábamos ajenos al mundo y, al llegar al hogar, me hacías el amor junto a la lumbre, acompañados por las sombras tiernas e inquietas que nuestros cuerpos dibujaban sobre las paredes mientras nos prometíamos amor eterno. Nunca sospechamos que esa promesa sí era cumplible.

Te veo triste cuando cambias las flores. Y no te quiero así, mi bien. Son bonitos los ramos de claveles rojos y margaritas blancas que siempre eliges. Se marchitan pronto, ya lo sabes. Ahí fuera diréis que es porque están cortadas y no tienen raíces pero tú debes saber que esa no es la razón verdadera ya que, al igual que la mía, su alma pervive. No, cariño, se marchitan porque yo les pido que lo hagan para que debas venir otra vez a verme y a cambiarlas. Así, durante los minutos que permaneces a mi lado, tan sólo separados por un hilo de aliento, me deleito en verte otra vez, en saber que respiras y en sentir que nuestro amor no ha sido vencido por el tránsito. En esos instantes me debato en una fiebre de contradicciones. Quiero que vengas a mi lado – te necesito tanto-, volver a tocarte, que vuelvas a perderte en mis pechos y en mi vientre, ver tu rostro sonriente, acariciar tus cabellos, encerrarnos entre mantas y sábanas, disfrutarte otra vez en el crepúsculo. Pero, a la vez, no deseo que traspases la frontera que señalan las flores y la losa. Te quiero vivo, fuerte, alegre, que hagas que yo crezca en tu recuerdo.

Antes he visto cómo has limpiado la placa metálica con mi epitafio. Has frotado tanto que estoy convencida que estará brillando y que la luz se habrá encaprichado de ella pintando acuarelas de colores sobre mi nombre. Me gustaría poder verla desde el otro lado. Al acabar, has depositado un beso con tus dedos sobre ella. Sigues siendo el mismo hombre dulce de siempre, el que me conquistó. He sentido un escalofrío de amor, cariño mío. Uno de esos que me recorría cuando me tocabas, cuando estábamos juntos. Una especie de milagro porque, aún sin piel he notado mi vello erizado; aún sin ojos, he creído que la emoción me los llenaba de lágrimas; aún sin nervios, me he estremecido de emoción.

Tú sólo quedas ya en el cementerio. Siempre suele ser así. Apuras hasta que el celador debe llamarte la atención. Te cuesta marcharte tanto como a mí me horroriza que marches. Pero debes ir. Vives lejos y el tráfico será intenso. Y ya sabes que no me gusta que manejes de noche. No te preocupes. Estaré bien. Las estrellas – ¿ves que algunas ya están asomando por el este?- me velan por la noche y las flores que me regalas me acunan con su aroma. Mañana, al amanecer, habrá rocío en ellas y me traerán recuerdos de cuando me llevaste a visitar la ribera del río, aquella madrugada en que pareciste volverte loco e hiciste que nos levantáramos a las cinco, sólo para ver amanecer juntos. Fue bello. Todo era hermoso contigo.

Ve, mi tierno amado. Y vuelve con más claveles, que ya añoro tu regreso.

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