2/2/12

El torreón


El torreón se alzaba detrás del bosque de Guden, justo en la ladera de las montañas. El sitio lo había elegido, o al menos así se decía en la comarca, el mismísimo Escipión el Africano cuando, al frente de sus legiones, perseguía a los cartagineses y necesitó montar su principal campamento en un lugar protegido de escaramuzas y tempestades. Fuera o no leyenda tal origen, lo cierto es que la torre era un baluarte majestuoso e imponente. De planta cuadrada, sus altos muros estaban coronados con almenas y saeteros amén de una plataforma elevada en donde podían prepararse ollas de aceite hirviendo con el que abrasar a los enemigos. El enorme hayedo que era necesario atravesar para divisarlo lo ocultaba de la visión desde muchas leguas y las colinas pedregosas y escarpadas que dormitaban a su espalda, lo protegían de traicioneros ataques. Los árboles del bosque estaban tan juntos que incluso para un hombre sólo a caballo era complicado serpentear por entre ellos. En más de una ocasión, algún caballero perdido hubo de apearse de su montura, dejar marchar al animal y proseguir su camino a pie, usando su espada para abrirse paso entre la cerrada fronda. Realmente, si uno no conocía su paradero era difícil encontrar el palacio.

Por eso, causó sorpresa la aparición, un atardecer de febrero, de aquel hombre cansado, con la apariencia de un mendigo pero los modales de un noble, y un pequeño zurrón y una cantimplora como únicos enseres. El centinela de la torre había escuchado dos golpes en la puerta pero las visitas eran tan desacostumbradas que pensó que había sido algún animal. Ninguna llegada estaba anunciada y el caminante hubo de golpear repetidamente el portón hasta que el centinela, alerta por lo inusual del evento, se armó con espada y casco, escudo y lanza, y entornó la pesada madera con mucha precaución.

- Mi nombre es Osborne de Mantria, duque de Trubia- dijo el forastero.

- Ve por donde has venido si no quieres que te ensarte como a un pollastre- contestó el guardia receloso. Por aquellos lugares no se adentraban los pordioseros ni los pedigüeños pero, de tanto en cuanto, sí los ladrones de bandas que huían de la justicia.

- Quiero ver a tu señor. Dile presto que Osborne de Mantria ha venido a hablar con él.

El soldado hizo ademán de tomar su espada pero se detuvo. La mirada del desconocido estaba clavada en él, con la tranquilidad que sólo un caballero puede demostrar ante el peligro. El hombre no estaba asustado ni a la defensiva. Simplemente, esperaba ser obedecido. El centinela pensó que si daba aviso nada perdería pero que si cometía el error de echar a patadas a un vero amigo de su señor, podría meterse en verdaderos problemas. Así que le dijo que esperara, cerró la puerta por si acaso y corrió a dar la nueva al salón central.

- ¿Osborne de Mantria? – preguntó extrañado don Pedro, el dueño del lugar. Alzó la vista del libro de horas que estaba leyendo y se quedó mirando la lumbre que parpadeaba en la chimenea, intentando recordar si conocía a alguien que se llamara así.

- Ese es el nombre, sire- contestó el soldado. Asegura que es duque.

- ¿Lleva hombres de guardia? ¿algún pendón que muestre su abolengo?

- Sire… - balbuceó el guardia- lo cierto es que viste como un mendigo.

- ¿Un mendigo?, ¡Quiera tu alma que no estés bromeando conmigo, miserable!

- Perdón, sire… creí que podría ser de cierto un noble amigo de vos.

Don Pedro iba a despedir al centinela para que echara al visitante cuando recapacitó. La torre no era fácil de encontrar y no tanta gente en el reino sabía de su existencia. Sólo algunos de sus iguales y, sobre todo, la corte real. Había escuchado historias en el pasado de reyes y príncipes que se disfrazaban de vagabundos para sorprender a los nobles, para espiar informaciones que ellos no deseaban que fuesen conocidas, para afearles sus conductas cuando se presentaban en la cancillería o para imputarles falsos cargos de maldad hacia los siervos. Si aquel viajero se había adentrado hasta allá era seguramente porque tenía una buena razón. Y, pensó, él era más listo que el rey. Si le quería encontrar en falta no lo lograría.

- Espera- le dijo al soldado- déjame pensar.

- Sí, sire.

Dejaré que entre- se habló as sí mismo- le daré de comer y de beber, le dejaré que pase la noche en el pajar y haré que le traten con cortesía. Si el tipo es un miserable que miente, nada pierdo con hacerlo. Será una obra de caridad y Dios me lo premiará. Si, al contrario, resulta que es un duque de cierto, un espía de la corte, verá que soy un hombre respetuoso de Cristo, caritativo y de fiar.

- Hazle pasar- dijo por fin y el centinela salió raudo hacia la puerta.

Poco después, el extraño visitante llegaba ante don Pedro que fingió continuar leyendo las oraciones del libro de horas. El recién llegado hizo una profunda reverencia mostrando que, al menos, conocía los modales más elevados.

- Sed bienvenido a mi humilde casa. - don Pedro, al verle con aquellas ropas tan raídas se admiró de que el rey fuera tan detallista al enviar a sus espías. Realmente, parecía un esclavo de la gleba. – Soy don Pedro….¿Sois….?

- Osborne de Mantria, duque de Trubia, para serviros. Disculpad que me haya presentado sin solicitar audiencia ni dar recado con alguno de mis criados. Una penosa circunstancia me hace aparecer así ante vos y os ruego que me disculpéis.

- Por favor, no os disculpéis- don Pedro le siguió la corriente sin saber bien si estaba inmerso en una chanza o estaba jugándose su futuro en la corte del reino. Al menos, la educación del forastero y el tono italiano de su acento no eran los de un ladronzuelo.

- Veréis, señor don Pedro- ah! Conocía su nombre, pensó el dueño de la torre, sin percatarse de que se lo acababa de decir él mismo. Debe ser un espía porque de otro modo tal cosa sería imposible. – vengo de muy lejos, de la lejana Italia y me dirigía a visitar al rey don Fernando pero se trata de una visita de incógnito que no deseaba fuese aireada ni en mi país ni en el vuestro. Aun así, me proveí de dos caballos y dos pajes que me sirvieran. La mala fortuna quiso que ambos enfermaran al llegar a puerto. Peste, quizá.

Don Pedro se llevó un pañuelo a la boca de manera instintiva como si aquel gesto fuese un parapeto ante el contagio.

- No temáis- dijo Osborne- nunca tuve cercanía de ellos. Vos sabéis que los hombres de nuestra posición han de ordenar en la distancia. Mi salud es excelente aunque me veáis ahora sucio y cansado.

- Proseguid, os lo ruego.

- El caso es quedé sólo y tuve que continuar mi camino hacia la capital sin escolta y sin ayuda. Preferí, por motivos que seguro que comprendéis, pasar desapercibido. Soy valeroso, hábil con la espada y mi mano no tiembla a la hora de punzar estómagos pero siendo uno contra muchos posibles enemigos, extranjero en tierra extraña y con una misión que exige mi éxito, no podía arriesgarme a ser objeto de ataque o hurto en cualquier villorrio. De modo que me vestí humildemente y continué, con la mala fortuna de que me perdí hace ya dos semanas. El bosque que protege la torre es realmente horrendo. He comido bayas y frutas, he pernoctado al raso y me he visto atacado por lobos en varias ocasiones. Mi cuna me urge a solventar mis problemas por mí mismo pero nuestro Señor Jesucristo ya nos indicó la virtud de la humildad. Así que cuando tras mucho deambular entre las hayas vi el torreón comprendí enseguida dónde estaba. No tengo el placer de haberos conocido antes pero hasta Italia han llegado noticias de la generosidad del señor don Pedro, el que posee el más noble y recio torreón de la Cristiandad, construido hace muchos siglos por mis compatriotas. Aunque jamás había estado aquí, supe que seríais vos, que esta torre sólo podía ser la que las leyendas han llevado más allá de las fronteras.

Don Pedro se sentía halagado y la zalamería educada de Osborne le había ganado. Tanto daba si era un espía del rey o un noble italiano realmente perdido. En cualquier caso, tenía mucho que ganar. O, pensó, de mantener ya que se había llevado la agradable sorpresa de que su fama y la de su hacienda llegaban mucho más allá de lo que él nunca hubiera pensado. Ciertamente, estaba satisfecho y se congratuló de ser astuto. Si hubiera cedido a la primera impresión hubiera echado a patadas al visitante, como lo hubiera hecho el mismo centinela. Pero, se sonrió para sí, esa es la diferencia entre un siervo y un señor. Que este recapacita, piensa, analiza las opciones y jugadas futuras como si la vida fuese un ajedrez gigante que hay que jugar.

Mandó dar comida y baño a Osborne y le alojó en la habitación del ala norte. No era tan estúpido como para confiar plenamente en aquel hombre de modo que ordenó una discreta guardia en ambos lados del pasillo y al pie de la ventana de la cámara. Por la mañana le informaron que nada había ocurrido, que el forastero no había dejado la habitación hasta que solicitó la bacinilla cuando ya clareaba y que apenas se le sintió en la alcoba.

- No sé cómo agradeceros tanta benevolencia- dijo el forastero. Le habían regalado unas ropas del propio don Pedro y se había rasurado con esmero. Ahora, ciertamente, parecía el caballero que era – No sé cómo pagaros tanto desvelo. Sabéis que he de proseguir mi camino para visitar al rey y no desearía interrumpir más vuestras labores.

- Nada, nada- contestó don Pedro- y además vais a hacerme el honor de aceptar un caballo para el resto del viaje.

- No es necesario. ¿Cómo podré devolver tanta bondad?

- Somos caballeros cristianos- dijo don Pedro, fingiendo caridad y esperando en lo más hondo lo que escuchó a continuación para su plena alegría.

- No sólo os lo devolveré cuando llegue a mis tierras en Italia sino que he de hacer saber al rey don Fernando de vuestra caridad, vuestra bondad, honradez y lealtad a Dios y al monarca.

- Sólo soy un humilde servidor- bajó los ojos con cierta teatralidad.

Don Pedro subió a la atalaya a saludar con su mano al duque que se alejaba. Este respondió desde la montura antes de apretar sus piernas contra el caballo y ponerlo al galope. Pronto, desapareció por el sendero que rodeaba la sierra. Don Pedro bajó despacio hacia la sala y se sentó frente al fuego. Hacía frío y mientras dejaba que la vista jugueteara con las pavesas amarillentas, comenzó a imaginar su futura vida en la corte, cerca del rey, quizá casando a su amada hija con el príncipe.

El caballo blanco y su jinete dejaron de cabalgar hacia el norte apenas las montañas cubrieron la visión de la torre. Entonces, el viajero giró súbitamente hacia el sur y, siempre lejos de la vista del palacio, se introdujo en el bosque de hayas. Al entrar, le saludaron los trinos de los pájaros y una sinfonía de rumores y murmullos que él conocía bien. Entre todos ellos detectó un canto especial, de abubilla. Detuvo al caballo y se cercioró de dónde procedía el sonido. Sacudió las riendas y ambos, equino y jinete, se perdieron por el único camino ancho que existía en el bosque.

- Toma un vaso de vino. Te lo has ganado- dijo el tipo barbudo y corpulento- la verdad es que estás loco. Al menos, te pagas la comida, de eso no hay duda. Cualquier día te matan.

- Cualquier día, pero no hoy- rió el joven al tiempo que tomaba la copa. Bebió con ansia.

- Nos darán al menos diez monedas de oro por este magnífico caballo- dijo el gordo.

- Y otras cinco por esta ropa de seda. Si es que te la doy porque me gusta esto de ser señor con tierras y siervos, duque de, ¿dónde dije?, ah, sí, Trubia. - se pasó la mano por la cara recién afeitada y se sintió extrañamente bien.

- Si no te mató el tal don Pedro, te mataré yo- gritó el otro mientras echaba un trozo de venado en el fuego.

- ¿Sabes? Lo mejor fue la cama, tan mullida y perfumada. Sólo me faltó una mujer para sentirme en el paraíso, a fe mía. Olía a dulce joven, a piel enamorada- suspiró como un poeta bajo la luna.

- Sienta esa cabezota- le recriminó el barbudo- lo que hiciste era innecesario, una estupidez. Eres un bellaco y acabarás en la horca. Ese año que pasaste estudiando en la ciudad te volvió loco de remate. Aprendiste a hablar como un adinerado conde pero la labia no da de comer, la locura te lleva a la tumba. Sólo es cuestión de tiempo.

- Sí, pero mientras tanto tú duermes siempre sobre el suelo y yo sueño de vez en cuando, mientras tú hueles a estiércol, yo me baño en sales cada cierto tiempo, puedo imaginar a la princesa que visitó las mismas sábanas en que yo descansé…para vivir los sueños hay que arriesgarse...

Tomó otra copa de vino y pensó que anhelaba volver al torreón dentro de unos días, a dormir en aquella cama con olor a jazmín. Al cabo, debía regresar de la corte y presentar sus respetos a don Pedro. Era lo que la cortesía exigía.

– No vamos a vender el caballo aún, lo necesito un poco más – dijo, y el gordo escupió al suelo con desgana sin comprenderle.







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