1/3/12

El deber


Le vino a la memoria el rostro enjuto y amargado del capitán Monteagudo. Él había sido el hombre que lo había lanzado a la selva, el culpable de que ahora estuviera sentado bajo las frondas espesas del ceibo pintado de grandes flores rojas. Tomó una de las latas de supervivencia y la abrió con el machete. Odiaba el atún y su paladar nunca acababa de acostumbrarse a su sabor. Aun así, usó el mismo cuchillo para trincar un pedazo y se lo metió a la boca con el ánimo de aplacar el hambre porque era preciso aprovechar los pocos momentos de descanso, entre refriega y refriega, entre marcha y marcha. Destaponó la cantimplora y empujó el pescado salado con un buen trago de agua. Sí, fue por  Monteagudo que él se unió a la guerrilla.
El solecillo del mediodía y el cansancio de la caminata que se había iniciado antes del amanecer le adormecieron un tanto. Ante él, danzando en sueños, le llegaron los recuerdos de cuando era niño –más niño, para ser precisos- en la aldea.  Le gustaba la escuela y su maestra, la buena señora María Antonia, le había asegurado que era muy espabilado y que podría algún día entrar en la normal de la capital. Escribía con pulcra caligrafía y leía de corrido los pocos libros que el colegio poseía. Sus favoritos eran los de corsarios lejanos que atacaban galeones y se refugiaban en remotas calas donde había bananos enormes, cocoteros esbeltos y sisales en forma de abanico. Por las tardes, cuando había recogido agua y ayudado a su madre en la cocina, tras ordenar la leña y batallar con las ovejas que no querían entrar en el redil, se sentaba junto al fuego y le contaba aquellas historias a su hermana Matilda, tres años menos que él, que le escuchaba ensimismada, a medio camino entre la admiración y el aburrimiento. Su padre llegaba tarde, algunas veces con olor a licor, y era parco en palabras. Él se refugiaba en su madre cuando, a veces, le entraban las ganas de llorar sin saber muy bien por qué y contra las que se rebelaba porque un muchacho fuerte no podía llorar como una niña. Ahora, el comandante también le dice que un hombre no llora cuando le sangran los pies por las botas rotas o cuando silban las balas del ejército por encima.
Monteagudo había aparecido por el pueblo hacia  la navidad. Lo recordaba bien porque una de las camionetas con las que vino la tropa rompió el arbolito que habían adornado con lazos de colores. Serían unos cuarenta hombres, armados con fusiles y uniformados todos iguales. El capitán se bajó despacio, parsimoniosamente, de un jeep y se calzó su gorra con un estilo chulesco. Los soldados, por el contrario, saltaron de los camiones como si les hubieran azotado en el trasero y, sin motivo aparente, se pusieron a correr hasta rodear el poblado y parapetarse detrás de los troncos de los árboles. Cuatro de ellos se quedaron junto a su jefe que comenzó a caminar despacio, mirando a los ojos a los asombrados habitantes de la aldea.
-        Sabemos que aquí se ocultan guerrilleros- gritó de pronto, con una voz profunda, de locutor radiofónico, que para nada encajaba con su cara delgada y picada, de sufrir de cólicos.
Nadie contestó, en parte porque el miedo les atenazaba y en parte porque no sabían de qué estaba hablando aquel hombre gritón. Por supuesto, conocían que existía la guerrilla pero nunca habían aparecido por allá y los combates eran algo lejano e incomprensible.
-        ¿Nadie dice nada, hijos de puta?- volvió a gritar. Lo recordaba bien. Le salían disparadas gotas de saliva por entre los labios, como si de bilis se tratara- ¿Nadie dice nada? ¿Quién coño manda en esta mierda de sitio?
Luis Ambroto se adelantó. No era alcalde en el término exacto de la palabra pero, con su edad y su sabiduría, era el hombre al que recurrían en los conflictos o en las decisiones más importantes. Se mostró sumiso y dócil, intuyendo que aquellos soldados podían ser brutales.
-        Señor, nunca vimos guerrillero alguno por estos lugares. Somos gente de paz que nos dedicamos a los campos.
Monteagudo se le acercó despacio y, sin mediar palabra, le abofeteó ambas mejillas con tanta fuerza que el viejo se tambaleó.
-        Te advierto que si mientes te haré hervir en aceite y quemaré todo este lugar.
Ambroto ya no contestó pero le miró fijamente, algo que el oficial debió entender como una ofensa. Sacó su pistola y usando la culata golpeó varias veces al anciano hasta hacerle caer envuelto en la sangre que le manaba de una profunda brecha en la cabeza.
-        ¡Revisen todo!- chilló a sus soldados, y estos comenzaron a entrar en las casas, a revolverlo todo y a tirar cualquier cosa que no les gustaba por las ventanas.
La locura duró una hora aproximadamente. No encontraron nada, ni hombres de la guerrilla ni pista alguna que pudiera indicar que alguna vez habían pasado por allá. Por fin, sonó un silbato y con la misma rapidez con que habían llegado, los soldados montaron en los camiones. El capitán fue el último en subir a su coche pero, antes de hacerlo, desafió a los aterrorizados habitantes:
-        Volveré, se los advierto. Volveré hasta que dé con esos hijos de la gran puta que matan gente inocente. Y si ustedes los protegen, los machacaré. Ustedes son ciudadanos de este país y se deben a sus jefes- se detuvo un momento para dar teatralidad a su pronunciamiento- … o sea, a mí. Ustedes no son nada, sólo se espera que obedezcan. Cumplan con su deber.
Volvió, volvió muchas veces aunque nunca encontraba nada. En cada ocasión, destrozaba las casas, rompía muebles, robaba arroz y golpeaba impunemente. Lo recordaba bien. Una de aquellas veces, le dieron un fuerte culatazo con un fusil y cuando su madre intentó interponerse la golpearon también. Recordaba cómo había llorado, en parte por los golpes y en parte por su orgullo herido. Ya no era tan niño, contaba dieciséis y era fuerte. Algún día, mascullaba mientras su madre le ponía un emplaste sobre la herida, mataría a aquel capitán. Su voz amargada le retumbaba en la cabeza.
-        Ustedes se deben a sus jefes. Ustedes no son nada, sólo se espera que obedezcan, que cumplan con su deber.
Siempre lo repetía. Ambroto decía que era para que se les quedara bien grabado quién mandaba, que si se oponían morirían, que los adoctrinaba para que si algún día llegaba de veras la guerrilla, no tuvieran apoyo. Pero él sabía que sí era algo, se lo decía su maestra, él era algo, valía más que aquel soldado que ya era odiado por todos y habitaba las pesadillas más inquietantes.
Meses más tarde, los guerrilleros llegaron. Iban de paso. Aunque no fueron violentos con los habitantes del pueblo, tomaron lo que se les antojó. Agua, arroz, plátanos, maíz, sal, azúcar… no lo pidieron, no solicitaron, no rogaron… simplemente, entraron en las casas, rebuscaron y se lo llevaron. Pero, al menos, no habían maltratado a nadie y muchos los vieron como libertadores ante Monteagudo.
Aquel episodio no fue bueno. El capitán se enteró del paso de los proscritos por la aldea y no tardó en aparecer. Estaba enfurecido, seguro de que el pueblo les había ayudado, ansioso de saber más, de por dónde habían marchado, por dónde habían llegado, cuántos eran, cómo eran, qué dijeron, cualquier detalle. Golpearon a todos y esta vez nada ni nadie se libró. Al poco de empezar la orgía de violencia, muchos echaron a correr hacia la selva. Él también lo había hecho. El miedo le venció y dejó a su hermana y a su madre atrás. A su padre se lo llevaban atado y lo metían en un camión cuando miró hacia atrás. Pocos días después, hambriento, se topó con un grupo de la guerrilla y se unió a ellos. Un año hacía de aquello. No había sabido más de su madre.
-        ¡En marcha! – se escuchó una voz ronca, un tanto desagradable.
Se levantó. Enterró la lata de atún para que no se les pudiera seguir el rastro y envainó el machete a su cintura. Corrió a formar ante el comandante que les hizo numerarse para asegurarse que estaban todos.
La hilera avanzaba lentamente por entre la arboleda, abriéndose paso con los machetes en ocasiones. El sol apretaba fuerte y los hombres sudaban bajo los sombreros sabiendo que no se detendrían antes de que la noche hubiera caído. De tanto en tanto, tomaba un sorbo de la cantimplora con precaución porque no podría rellenarla hasta montar el campamento y sabía que, si se le agotaba, nadie le daría una gota. Bastante tenían con sobrevivir. El rumor de algún arroyo lejano y los sonidos de pájaros escondidos en lo alto les acompañaba.

Al llegar a lo alto de una pequeña colina pareció que las aves hubieran muerto de golpe. El correr del río continuaba percibiéndose pero, sobre él, la nada. El silencio absoluto del aire en calma. Sabían lo que eso significaba. No estaban solos. El comandante hizo una seña con su mano y todos se agacharon pero fue ya tarde. De pronto, un fragor de balas y el traqueteo de ametralladoras les rodeó. Juan, el rubio que estaba a su lado, cayó fulminado, muerto por una herida en el pecho. Volvió a tener miedo y la hombría que a ratos le venía le desapareció. Era un niño. Intentó rehuir tal pensamiento y tomó el fusil para disparar. Algunos ya estaban haciéndolo aunque no habían recibido orden de hacerlo porque sólo estaban desperdiciando munición al no localizar al enemigo. Él aguantó unos minutos pero, finalmente, comenzó también a disparar sin ton ni son, hacia todos lados, como quien ahuyenta mosquitos a manotazos, sin apuntar a ninguno, sólo intentando que el movimiento frenético aleje el mal de uno. Se quedaron sin balas pronto. Estaban separados del cuerpo principal y no había repuestos. El comandante gritaba intentando que detuviesen el fuego pero no lo conseguía. Las ametralladoras, enfrente y a los lados, continuaban escupiendo muerte y esta, con precisión certera, llegaba a los compañeros.
Echó a correr. Otros también lo hacían. No miró hacia dónde, ni atrás, ni a los lados, ni a quién corría a su vera, o detrás, o delante. Sólo corría con obsesión, intuyendo que aquello era lo que debía hacer. Corrió hasta la extenuación, hasta que sus piernas le fallaron, hasta que su corazón casi estalla de presión, hasta que las sienes le retumbaron como un timbal enfurecido, hasta que la sed hizo que la lengua se le pegara al paladar y supiera a excremento.
Hasta bien entrada la noche no encontró a los otros supervivientes. No más de una veintena. El comandante llegó poco después, herido, con arañazos por todo el cuerpo, caliente por la fiebre. Estaba furioso.
-        Les dije que no dispararan, cabrones. Desperdiciaron las balas, hicieron que nos mataran- gritaba encolerizado mientras andaba de aquí para allá, agarrando de las solapas de la casaca al que pillaba y zarandeándolo sin compasión.
Al llegar a su altura, el comandante le propinó una patada en la pierna mientras continuaba gritando sobre la indisciplina de grupo, prometiendo juicios sumarísimos y amenazando con acabar con ellos allá mismo.
Le miró. Le miró con desconcierto. No, no era sólo eso desconcierto. También le miró con desapego. Aquel hombre no era de los suyos tampoco. Él sólo quería regresar a la aldea, abrazar a su hermana, saber de su madre, ver si su padre aún vivía.
-        Quiero volver- gimoteó.
El comandante se le encaró. Olía a sangre coagulada.
- ¿Volver, joputa?- gritó. Salían disparadas gotas de saliva por entre los labios, como si de bilis se tratara- ¿Volver? Ni lo pienses, joputa. Tú eres ahora un soldado de la revolución y te debes a tu patria. Tú te debes a tus jefes. Tú no eres nada, sólo se espera que obedezcas. Tú te debes a la revolución… o sea, a mí. Cumple con tu deber.

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