20/6/12

El diario




Con quince o dieciséis años, Perla (en realidad, se llamaba María de las Mercedes, pero como siempre había odiado ese rimbombante nombre y de pequeña tuvo un collarín de perlas falsas que no se quitaba ni para dormir, acabó por adquirir ese alias para toda la vida) decidió escribir un diario falso. Fue una idea que tuvo en el recreo del colegio de monjas sólo para niñas donde cursaba bachillerato, junto a sus amigas de entonces, Amaia y Bea.

- Escribamos un diario – había pedido Bea-, uno donde relatemos todo lo que nos ocurre.

- Vaya bodrio. – contestó Perla- Lo que nos ocurre ya lo sabemos. ¿Qué tiene de interesante escribirlo? Una vida tan aburrida como la nuestra no merece ser recordada.

- Cuando seamos viejas, será bonito acordarse de lo que nos sucedió, plasmar los buenos y malos momentos.

- Tonterías, eso es de tontolinas del siglo pasado. A mí lo que me gustaría es escribir novelas en las que pasen las cosas que nunca nos pasan. Además, yo no voy a envejecer nunca – replicó Perla.

- Pues eso sí que es una bobada- contestó Bea-, ¿o crees que eres una escritora célebre con un público admirador?

- Yo opino como Perla- terció Amaia- mejor escribamos nuestra historia como nos gustaría que fuera. Cada día, lo bueno que debería haber sido y no este insufrible instituto y mi inaguantable madre.

- Estáis locas, chifladas de remate. Luego os veo. Voy a repasar la química. - Bea se levantó y se alejó hacia la puerta de la clase.

La única que finalmente había llevado la peregrina idea a la práctica era Perla. Al principio, casi por llevar la contraria a Beatriz. Luego, le fue tomando gusto y cada día, antes de acostarse, escribía unas pocas notas, una página como máximo, en la que reinventaba su día. Si el examen de filosofía le había ido fatal, ella hablaba de cómo su profesora la había felicitado en público por sus profundas reflexiones sobre Kant. Si Juan Pedro, el chico alto y delgaducho, lleno de granitos y excesivamente tímido que le encantaba se iba corriendo a jugar al fútbol con sus amigos, ella escribía que habían tomado un helado en la terraza del italiano, frente a la playa. Un día que le dio por llorar sin saber por qué, inventó que lo hacía porque había navegado en una barca a remos hasta la isleta de San Marcial y que, allá, había visto el atardecer más bello de su vida, tan hermoso que la emoción le había desatado el llanto.

El diario de Perla tenía, además, la ventaja de que nadie podía violarlo. Alguna vez, su madre lo encontró en el cajón y leyó alguna de sus hojas pero era tan evidente que se trataba de ficción que, al ver a su hija, le dijo:

- Me encantan los relatos que escribes. Algún día tenemos que enseñárselos a Mauro, el amigo editor de papá. Quién sabe si tenemos una Emily Bronte en casa…- y le dio un beso en la mejilla.

Cuando terminó el instituto y marchó a la universidad, Perla continuó con su afición. Los textos, a medida que maduraba, se iban haciendo mucho más literarios pero, siempre, era ella la protagonista y estaban narrados en primera persona, contando una vida que no existía pero que parecía existir.

Casó a los veintinueve con Rodrigo y tuvieron una hija, María. Fueron felices, o al menos mantuvieron esa felicidad rutinaria y convencional, lejana a la pasión, hasta que él murió de un infarto, a la edad de cincuenta y dos. Ella tenía uno menos. Mantuvo siempre su amistad con Bea que, de año en año, le espetaba:

- Sigues tan chiflada como cuando estábamos en el instituto. Seguro que aún continuas escribiendo aquel diario falso, ¿a qué sí?

Perla se avergonzaba y no contestaba. Ya no escribía sobre aventuras fantásticas ni sobre idilios imposibles. El tiempo, el cansancio y la experiencia le habían hecho apreciar las pequeñas cosas. Cada noche abría el diario (y ya tenía una colección de cuarenta de ellos) y dejaba que su alma vertiera sus ilusiones sobre la página en blanco. Ahora, eran ya solo deseos pequeños, cotidianos, intrascendentes para el mundo pero importantes para ella. El placer de haberse sentado- en su imaginación- en el selecto café Niágara y haber conversado con una mujer anciana, actriz de cine mudo, que le contó sus correrías por Los Ángeles; el haber dado una conferencia sobre literatura en el ateneo Becquer tras la cual sus imaginarios oyentes la aplaudieron a rabiar; la publicación de su primera novela que ella hubiera titulado “Sombras de la nada”.

María llegó a la Residencia el sábado por la mañana y preguntó por el doctor Zabala. Este apareció a los pocos minutos y la saludó cordialmente. Se conocían ya desde hace varios años, desde que Perla ingresó en el establecimiento.

- ¿Qué tal lo ha llevado esta semana, doctor?

- Bien, bien… hace lo que puede, que no es poco. No podemos quejarnos. Duerme bastante bien y ejercita las piernas como le prescribimos. Por lo demás, ya la conoce usted. Charlatana y feliz. Eso es bueno. Otros pacientes se sumergen en sus negros abismos. Perla no, está contenta. Y se vale por sí misma, lo que no es poco.

- Ya, pero…

- Ley de vida, María. Vaya a verla. Se alegrará. Piense que el que la recuerde todavía a usted tan claramente es un milagro en su situación. Muchos otros hace tiempo que ya dejaron de conocer a su más queridos seres. Sin duda, su afición a la lectura y a escribir le ha retrasado el deterioro que en otros casos percibimos.

- ¿Dónde está?

- Estará en el jardín. Suele llevarse sus diarios y pasa horas leyéndolos bajo el sol.

La hierba estaba brillantemente verde a finales de primavera y los gorriones brincaban entre los bancos y la fuente central. Un par de enfermeras ayudaban a dos ancianos con sus ejercicios motrices. Un grupo de internos charlaban en el porche.

- Hola, mamá. ¿Cómo te encuentras?- le dijo mientras apretaba sus manos y le daba un beso cálido en la mejilla. Perla la miró por un instante con desconcierto.

- Mamá, soy María.

- María, cariño, hija, te estaba esperando- contestó de pronto Perla, como si un interruptor se hubiese conectado en su cerebro.

- Hace un día estupendo, mamá. ¿qué haces?

- Recordar, ya sabes, los viejos tenemos mucho tiempo para recordar.

- Eso es bueno, mamá.

- Sí, sí que lo es. Además, estaba pensando que he sido muy afortunada en la vida, María. He hecho tantas y tantas cosas.

- Y yo te las agradezco.
- Sé que mi memoria flaquea pero leo mi diario y recuerdo cosas.
- Claro, mamá

- ¿Te he contado cuando me aplaudieron en el ateneo? Me sentí tan feliz aquel día.
- Cuéntamelo otra vez - y María acarició la mano de Perla con tristeza.













2 comentarios :

Anónimo dijo...

emotivo relato. Tan cercano para muchos de nosotros.

Félix Remírez dijo...

Gracias