24/7/12

La leyenda del zahorí





Al poco de  morir el buen rey Calixto, el reino se sumió en unas tinieblas que nadie había aventurado pudieran suceder tras los muchos años de bonanza y bienestar. Las penalidades comenzaron el día en que los caballeros más nobles se reunieron en Aldamán. Era una tarde de otoño en la que el cielo quiso acompañar las deliberaciones con un manto espeso y plomizo de nubes, tan pesado en sí mismo que apenas levantaba unos metros de las copas de los árboles y las almenas del castillo. Los criados encendieron las teas mucho antes que de costumbre y los cocineros de palacio pusieron los corderos a asar con antelación, presumiendo que la cena se adelantaría.
-        Todo sucederá como padre lo dejó escrito- dijo Therenia, la hija del rey difunto, llamada a ocupar el trono.
-        Así será, mi señora- le respondió su aya, que permanecía en una esquina enfrascada en la devota lectura de un libro de horas- No habéis de preocuparos. El testamento de vuestro padre será respetado, desposaréis y seréis reina.
-        Si al menos, Seghten estuviese aquí.
-        Llegará pronto, señora, llegará pronto.
A muchas leguas de allá, Seghten apretó su capa y se ciñó el sombrero a medida que el viento se iba haciendo más recio y la oscuridad de la tormenta que llegaba traía una inesperada noche temprana. Acarició el cuello de su caballo, que bufaba nervioso, y tensó las riendas para reemprender el camino.
Seghten era hijo del rey de Huntar, cuyos territorios estaban al oeste, y amaba locamente a Therenia, del mismo modo que esta le quería a él. Se habían conocido en un torneo dos años atrás y el destino quiso que el matrimonio que sus padres habían concertado por razones de estado fuera deseado por ambos de todo corazón. Se habían enamorado durante aquellos días, mientras recorrían la ribera del arroyo y escuchaban las canciones melancólicas de los trovadores al atardecer. Habían llegado temiendo un amor impuesto y se habían despedido prometiéndose fidelidad eterna. Los esponsales se habían dispuesto para la primavera siguiente y los jóvenes inventaban toda clase de artimañas para verse de tanto en cuanto y de enviarse mensajes que siervos de confianza pasaban por la frontera. Sin embargo, la muerte inesperada de Calixto podía dar al traste con todo aquello, con su destino y con su felicidad.
Mientras cabalgaba, pensó si estaría haciendo lo correcto al no haber puesto en aviso con antelación a Therenia. No todo era apacible en el reino de su futura esposa. Las relaciones entre los reyes vecinos eran siempre tensas y eso les hacía estar alerta y precavidos. Los espías circulaban por los caminos y se colaban en los castillos, atentos a cualquier rumor o comentario. Y las noticias que llegaban de Aldamán no eran halagüeñas. El duque Martus, primo del rey muerto, deseaba el trono y no era hombre que se conformara con ser segundo plato. Mientras Calixto estuvo vivo se había refrenado en su codicia, sabedor del apoyo y el cariño de los súbditos por el rey pero, enterrado bajo buenos metros de tierra, no estaba dispuesto a consentir que una niña se sentara en el lugar que tanto anhelaba. Y, por lo que los informantes de Seghten decían, tenía apoyos en la corte y en el ejército.
-        Debo llegar a tiempo de desenmascararles- musitó mientras espoleaba a su montura.
El cielo se había abierto en canal y, a través de la herida en lo alto, se vertía un diluvio de lluvia y granizo que pronto embarró los caminos, abatió árboles y desbordó los arroyos. El caballo estaba agotado y, muy a su pesar, el príncipe tuvo que descabalgar y construir un refugio de fortuna en una cueva. Tuvo suerte de que la yesca no se le había mojado y pudo prender una fogata con la que calentarse y cocinar algo de la carne que llevaba en las alforjas.
Mucho más lejos, en Aldamán, la misma tormenta que unía a ambos reinos azotaba el bosque que rodeaba el castillo, chorros de agua caían a través de las bocas abiertas de las gárgolas, y el silo del torreón se había inundado. Bajo relámpagos cegadores, una decena de soldados, mojados hasta los huesos, se afanaban en trasladar sacos de grano al sótano antes de que el agua los echara a perder. Blasfemaban por su mala suerte mientras un capitán, enojado y con más palabras soeces que el demonio, les gritaba que se dieran prisa.
Varios pisos más abajo, el sonido de los truenos llegaba amortiguado a la sala del trono donde diez caballeros, la princesa Therenia y el duque Martus comenzaban a degustar el postre, un pastel de almendras con crema de huevo y pasas. La larga mesa, presidida por ella, estaba aún llena de platos de carne y pescados. Las jarras de vino estaban casi vacías y la conversación era ruidosa. El duque se puso en pie y tomó una copa que un criado llenó presto con vino. Miró despacio, uno a uno, a los comensales y alzó la voz por encima de todos pidiendo silencio. Tras unos segundos, los presentes callaron y quedaron mirándole, convencidos de que iba a proponer un brindis por la futura reina Therenia, anunciando asimismo el día de su coronación.
-        Amigos- calló, por un momento, concentrando la atención en sus palabras por medio de su calculado silencio-. El buen rey Calixto, al que todos amábamos de corazón, nos ha dejado y su ausencia es más dolorosa de lo que pudiera parecer. No sólo nos deja un rey bueno, un amigo, un camarada en el combate, un hombre justo, un padre cariñoso, un primo querido. Con él nos abandona, también, la estabilidad política y hasta- volvió a callar- la paz de la que hemos disfrutado.
Fuera, la tormenta arreció y el vendaval hizo saltar los postigos de un par de ventanas cuyas hojas golpetearon furiosamente hasta que un siervo corrió a sujetarlas.
-        No os entiendo, duque Martus. ¿Por qué habríamos de perder la paz que tan sabiamente construyó vuestro primo?- preguntó uno de los nobles, quizá el más anciano, de pelo como la plata, y vestido con una elegante capa granate.- ¿no está acaso atado el futuro mediante el matrimonio de nuestra princesa con el hijo del reino vecino?
Martus sonrió con una expresión de desprecio.
-        Sois anciano ya, Yontar. Anciano, y quizá sordo. No os incomodéis con mis palabras, señor, pero veo que no estáis al tanto de los avatares que nos rodean y los peligros que nos acechan.
-        ¿De qué peligros habláis, tío? – Therenia se levantó al otro lado de la mesa, incómoda con la situación.
-        ¿Y vos lo preguntáis? – alzó la voz al contestar. Tardó en continuar, construyendo el momento y alentando la inquietud- Nuestros hombres me informan que vuestro prometido, ese príncipe Seghten y su padre, pretenden invadir nuestra tierra al poco de que se celebre la boda con la excusa de que al ser vos su esposa, el país debe ser unificado.
-        ¡Jamás! – gritó otro de los presentes- En todo caso, sería lo contrario, que nuestro reino anexionaría al suyo.
-        Sus banderas jamás ondearán en nuestras torres- bramó otro caballero.
-        ¿Qué infamia es esta?- gritó Therenia- Duque, os exijo que os retractéis. Conocéis bien el testamento de mi padre y el acuerdo entre los reinos. Me casaré con Seghten, al que todos sabéis que amo con todo mi corazón y que él me ama de igual manera, y nuestros reinos se federarán manteniendo cada uno sus leyes y sus costumbres.
-        No seáis ingenua, señora- replicó Martus- Nos invadirán. Es más, yo diría que a estas horas ya deben estar pertrechando sus batallones. Y a vos os ciega el amor, sobrina. Me duele el alma al decir esto pero vos sois una rémora para nuestra patria porque el corazón no es buen consejero en cuestiones de estado.
-        ¡Estáis loco, señor! – gritó ella- ¡Loco!
En ese preciso instante, la puerta del salón se abrió súbitamente y el estruendo de la tormenta, que hasta entonces había permanecido lejano tras el grosor de la madera, penetró de golpe en el recinto. Con la tormenta, entraron un capitán y tres soldados, mojados y con la respiración entrecortada.
-        Sire- gritó uno, mientras se cuadraba frente a los nobles.
Martus se volvió hacia ellos y, con calma, preguntó:
-        ¿Qué ocurre, capitán? Confío en que vuestra impertinencia al interrumpirnos sea justificable.
-        Lo es, mi señor.
-        Decid.
-        La frontera ha sido atacada. Dos aldeas han sido saqueadas. Un superviviente afirma que vio al príncipe Seghten cabalgando por la zona.
-        ¡Lo sabía!, ¡lo sabía!- vociferó el duque- ¡Lo sabía!
-        ¡Traición! – gritó uno.
-        ¡Venganza!- contestó otro más joven- Ni siquiera han respetado los días de duelo.
-        ¡Alto!- gritó la princesa- Esto debe tener una explicación. Juro que Seghten jamás nos atacará, ¿Estáis seguro que lo que decís es cierto, capitán?
-        Lo estoy- dijo él.
-        Therenia debe ser recluida mientras combatimos al enemigo. Su estado mental y sentimental impiden que nos guíe apropiadamente- reflexionó, con falsa calma, el duque- Señores, hermanos, os ruego que me dejéis guiaros en esta campaña de la que saldremos victoriosos. Os prometo que no os defraudaré. Conocéis que fui el brazo armado y fiel de nuestro rey Calixto.
Todos gritaron que sí, que le consideraban su jefe, que se aprestarían raudo para la guerra, mientras Therenia, a un gesto del duque, era conducida por unos soldados a su cámara.
-        Señores, sé que la tormenta es espesa y que los caminos estarán enlodados pero os ruego que regreséis ahora mismo, sin falta, a vuestras tierras y aprestéis a vuestras tropas. Deberíamos estar en la frontera dentro de una semana a más tardar.
Martus vio salir a los caballeros uno tras otro, a medida que le prestaban juramento. Cuando todos hubieron marchado, se sentó en el trono con desdén. Llamó al capitán a su lado y le pidió que se acercara para que nadie pudiera escucharle.
-        Me habéis servido bien- le dijo mientras disimuladamente le ponía una bolsa con oro en su mano- Tenéis vuestra tierra y vuestra granja esperándoos.
-        Gracias, mi señor- contestó el soldado.
-        ¿Todo se hizo según lo planeado?
-        Así fue, señor. En cuanto vimos que el príncipe Seghten pasaba en su camino hacia Aldamán para desposar a la princesa, estos hombres que me acompañan y yo mismo quemamos un par de casas y apuñalamos a unos cuantos plebeyos. Nadie preguntará nada. Todos vieron al príncipe y nosotros vestíamos uniformes del enemigo.
-        Bien, bien. Marchad todos ahora. Reparte tierras y oro con tus hombres y, ya sabes, silencio total. Cuento con tu fidelidad.
-        Siempre, señor.
Cuando se alejaban, el duque musitó:
-        Te aseguro que me serás fiel- y una macabra sonrisa le afloró al rostro.
Una hora después, el capitán y sus tres hombres recibían precisos flechazos en el corazón. Al rato, informaban al duque que los traidores que había ordenado ajusticiar, estaban muertos.

***

El amanecer trajo la calma en los cielos.  Seghten se había puesto temprano en camino y a la hora larga de cabalgar divisó una columna de humo que subía vertical y se disipaba entre las nubes. Su montura, por instinto, reculó y el sintió el olor acre de los muertos. Descabalgó y anudó las riendas alrededor de un álamo cubierto de hojas amarillas. Tomó la daga con su mano y, sigiloso, se acercó hasta un claro desde donde podía divisar la aldea. Lo que vio no dejaba lugar a dudas. Un ataque militar. ¿Pero, de quién? De su padre era algo inconcebible. Bandidos de los caminos, tampoco, porque hacía años que habían cejado en sus andanzas. Una reyerta entre pueblos nunca escalaría hasta este estado de destrucción. Fue entonces cuando, por eliminación, le recorrió un escalofrío. Martus debía estar detrás de todo aquello como le habían anunciado los confidentes. Cuál era el propósito de aquel ataque, asesinando a su propia gente, era algo que se podía suponer sin ser muy avieso. Crear inestabilidad, temor, intriga, y erigirse como salvador. De pronto, su corazón se aceleró. Si aquellas suposiciones eran ciertas, Therenia estaba amenazada. Sintió el riesgo, el peligro, como un calambre que le recorrió la piel. Debía acudir a Aldamán y sacar a la princesa del castillo antes de que Martus tomara el poder. En su inconsciencia, corrió hacia su caballo, saltó a la montura, y espoleó como un loco al animal para que galopara hacia palacio.
El destino debió proteger la imprudencia de su acción y la fortuna quiso que, en tres días de camino, no se cruzara con ninguna patrulla ni que nadie diera la voz de alarma a su paso. Fue así que llegó al amanecer a las vecindades de Aldamán, sudoroso, sediento y afligido, pero a salvo.
Era impensable presentarse en el portón principal y pedir audiencia con la princesa, así que tuvo que armarse de paciencia. Se ocultó tras un granero al este del castillo a donde, si sus costumbres no habían variado, la aya de Therenia solía acudir cada tarde a solazarse en la brisa llena de aromas verdes. La jornada fue tediosa pero sólo abandonó su puesto de vigía para robar unos panecillos del hornero y refrescarse en un arroyuelo. Tuvo su recompensa al fin. A eso de las cuatro de la tarde, la buena mujer llegó caminando. Asegurándose que nadie les veía, la llamó por su nombre. Ella se sobresaltó y tropezó al ver a Seghten en Aldamán.
-        ¡Príncipe! ¿Qué hacéis vos aquí, por Dios? ¿No sabéis el peligro que corréis?
-        Rápido, buen aya, decidme dónde está Therenia. Debo sacarla de aquí y llevarla a mi reino para que esté segura.
-        ¿Pero, no sabéis qué ha ocurrido? – preguntó la mujer.
-        Sé que han atacado una aldea y presupongo que el duque Martus está confabulando para hacerse con el poder.
-        Mucho peor, mi príncipe. El duque es ahora el rey.
A Seghten se le congeló el alma por un instante. Así, sus sospechas no sólo eran ciertas sino que los hechos se habían consumado con una rapidez inusitada.
-        ¿Therenia?, decidme dónde está.
-        No lo sabemos, príncipe. La misma noche en que aclamaron a Martus como salvador, la princesa fue detenida y desde entonces no sabemos nada de ella. Por un criado, cercano al duque, he sabido que está prensa en un lugar lejano y secreto, imposible de hallar.
El mundo se le vino encima a Seghten. Su amada secuestrada, en un paraje desconocido, quizá sufriendo penalidades, el matrimonio roto, la unión de los reinos arruinada, la guerra cercana, su corazón devastado por la angustia. El infierno no debía ser mucho peor.
Tardó en  recobrarse del choque y, tras despedirse de la mujer, se dispuso a regresar a su país. Consciente ya de los peligros que le acechaban cambió su vestimenta noble por unos harapos que encontró en el granero y ensució con barro a su caballo hasta que este dejó de parecer la cabalgadura de un señor. Salió despacio de la ciudad, procurando no llamar la atención, con la cabeza gacha y el andar cansino. Sólo se permitió galopar nuevamente cuando la noche ya era profunda y le separaban leguas de Aldamán. No comió y no bebió por cuatro días, tuvo que detenerse en varias ocasiones cuando presintió la presencia de soldados, a punto estuvo de desmayarse o de agotar al caballo pero, por fin, pareciendo un pordiosero, llegó a su palacio donde su padre, el rey, le recibió aliviado tras darlo por muerto.
Durante los tres o cuatro meses siguientes hubo escaramuzas en la frontera e incluso un conato de batalla en la que, ante la primera andanada de flechas, los regimientos de ambos ejércitos prefirieron mantenerse en sus guaridas y no salir a campo abierto a combatir. La guerra no convenía a nadie y Martus se daba ya por satisfecho siendo rey de su patria. Esa gloria le bastaba, no era necesario conquistar a sus vecinos o correr el riesgo de ser destronado. Así, se instaló una calma tensa que poco a poco se convirtió en habitual hasta que los aldeanos se olvidaron de los soldados y estos comenzaron a murmurar deseando regresar a sus hogares. La paz, que se proclamó beneficiosa para ambas partes, se firmó en diciembre del año siguiente, dos días después de una Navidad nevada y helada. Todo regresaba a la normalidad como si nada hubiese ocurrido excepto que la princesa Therenia había desaparecido y el príncipe Seghten permanecía sumido en un estado de postración y de locura a pesar de los cuidados de los mejores médicos de la corte.
El príncipe se mostraba apático y, de tanto en cuanto, se echaba a llorar como un niño desconsolado. Apenas hablaba y la falta de apetito le había convertido en un hombre escuálido. En más de una ocasión, los guardias, bien aleccionados por el rey, le habían detenido cuando intentaba llegar a la frontera. Cuando le prendían, antes de que cometiera cualquier locura, chillaba que debía salvar a Therenia y pugnaba con los soldados hasta que, agotado, caía dormido en su lecho. Su padre lo intentó todo para sacar al príncipe de la enajenación que le subyugaba. Celebró un torneo, pero Segthen no prestó atención a los juegos ni se interesó por las bellas damas. Contrató a los mejores trovadores que cantaron las más sublimes loas pero la música parecía no alterar el sombrío estado de su corazón. Hizo venir a bufones y juglares que intentaron toda clase de chanzas y divertimentos sin que el príncipe mostrara ni siquiera una sonrisa. Pidió a las damas más bellas de la corte que le sedujeran pero ni el amor ni el sexo podían ya residir en el cuerpo del joven. Los doctores diagnosticaron anima malatia y concluyeron que era incurable.
El rey casi había perdido la esperanza de que su hijo volviera a su ser cuando el verano trajo una sequía árida y áspera que ponía en riesgo las cosechas y dejaba a las bestias y a los hombres sedientos. Una sequía que, aunque entonces no lo sabían, duraría dos años y a la que llegaría a conocerse como Los años de la sed. Los ministros recomendaron cavar nuevos pozos que aliviaran la escasez de agua y se dispuso que, a la mayor brevedad, posible deberían localizarse arroyos desconocidos o acuíferos en las entrañas de la tierra. Fue, entonces, cuando llegó Zacartias, un zahorí extranjero que se presentó ante el soberano brindándose a encontrar agua a cambio de una bolsa de oro. Dijo ser el mejor zahorí del orbe y contó de numerosos éxitos en lejanas tierras.
-        Encuentra agua suficiente para que las cosechas no se pierdan y mi pueblo sacie su sed, y serás recompensado generosamente.
Durante unos días, el zahorí recorrió los campos que rodeaban el palacio con su varita en la mano que temblaba como si el viento la combase. Caminaba despacio, en círculos, parándose en ocasiones cuando la horquilla tremolaba y se inclinaba hacia la tierra como si una fuerza misteriosa la atrajera. Encontró un par de pozos pero de poco manar,  de modo que la situación seguía siendo acuciante. El rey, impaciente, le abordó un día en que paseaba por los jardines con su hijo, ajeno a la sed y al mundo.
-        Zacartias, no estoy satisfecho. Prometiste agua en abundancia pero apenas has encontrado unos hilos de manantial. Necesitamos que te esfuerces o habré de llamar a otro experto.
-        Señor, comprendo vuestra orden y sabed que he de hacer todo para que sea satisfecha. Pero preciso de una nueva vara. El agua debe discurrir muy profunda y esta horquilla no es lo suficientemente poderosa para hallarla. Necesito una labrada de un madero de palosanto, apenas brotada de la raíz, joven, y que sea bendecida por vuestro obispo.
-        Sea. Os acompañarán al bosque.
Viendo que el príncipe les escuchaba y deseando que se entretuviera con algo nuevo, pidió a sus soldados que le llevaran con ellos, vigilando que no escapara hacia Aldamán.
Cuatro soldados, Seghten y el zahorí caminaron por entre las arboledas durante un par de horas, rebuscando pacientemente, hasta que dieron con la rama adecuada que cortaron con delicadeza. El príncipe estuvo atento en todo momento, inusualmente interesado.
Ya por la noche, Zacartias se sentó al borde de la lumbre para cincelar cuidadosamente la rama encontrada. Seghten se sentó a su lado y preguntó:
-        Dime, zahorí… ¿De dónde emana el poder de este madero?
-        Nadie lo sabe, mi señor- contestó sin dejar de atender a la talla- pero si la vara se conforma con precisión, se fabrica con madera sana y tierna, y recibe la bendición de nuestro Señor, le aseguro que el agua no puede esconderse.
-        ¿Y puede encontrar personas?- preguntó el joven.
-        No, personas, no puede. Sólo agua. ¿Por qué lo preguntáis?
Entonces, el príncipe recobró la lucidez del habla y fue consciente del dolor por la ausencia de Therenia y recobró el ánimo de  encontrarla. Hasta de súbito le llegó el apetito tantos meses ausente. Se sentó junto a Zacartias y le pidió pan. Mientras comía le contó su desventura, su amor perdido, la traición del duque, la ausencia de Therenia, la angustia de no saber de ella, ni de dónde se encontraba, ni siquiera de si aún estaba viva. Lloró otra vez, pero no ya desde la locura sino desde la zozobra de no saber cómo encontrarla.
Callaron ambos por unos minutos. El crepitar del fuego acompañaba sus pensamientos y las pavesas que revoloteaban inquietas formaban volutas en el aire. Zacartias continuaba modelando la madera que, poco a poco, iba adquiriendo la silueta de una horquilla, precisamente simétrica, con cada diámetro exactamente igual al siguiente, alisada su superficie hasta parecer mármol o metal, con todos los nudos del arbusto eliminados bajo la hábil navaja del zahorí.
-        Antes habéis preguntado si yo puedo encontrar personas… - dijo.
-        Sí, lo he hecho, y me habéis contestado que es imposible- replicó Seghten.
-        ¿Os amaba mucho Therenia? – preguntó.
-        Con locura. Como yo a ella.
-        ¿Creéis que está viva?
-        Mi corazón me dice que sí.
-        ¿Y si lo está, llorará por vos?
-        Tanto como yo lo hago por ella, mago.
-        Entonces, puedo encontrarla…  aunque será difícil.
El corazón del príncipe dio un vuelco. De pronto, todas las tinieblas y las telarañas de demencia que habían atrapado su mente desaparecieron. Al sólo eco de la esperanza de aquellas palabras, todo el vigor, audacia y amor del joven regresaron a su cuerpo y a su alma. Tomó pan y lo engulló como si quisiera saciar el hambre de meses en un minuto. Se levantó y dio vueltas por la estancia, riendo en alto.
-        ¿Cómo, amigo, cómo, cómo? – le acuciaba a contestar- Decidme presto, cómo podemos encontrarla.
-        Os he dicho que es sólo una posibilidad y muy dificultosa, señor.
-        Pero es una posibilidad. Sé que sois un mago y que Dios os ha traído a mí. Hágase todo lo que necesitéis.
-        Hemos de dormir, ahora. Mañana os contaré cómo creo poder encontrarla.
A la mañana siguiente, el rey se sorprendió del cambio experimentado por su hijo. Los médicos, más asombrados aún, aconsejaron al monarca que le diera el capricho, que le siguiera el juego. Si permanecía una semanas en este estado de lucidez era posible que recobrara su mente de manera estable, de modo que el rey dio orden de que ofrecieran al zahorí todo lo que pidiera, por estrambótico que pudiera parecer.
La siguiente noche estaban juntos nuevamente ante la lumbre. Las sombras jugueteaban sobre la pared y la noche, afuera, estaba tranquila y serena.
-        Decidme, Zacarías. ¿Cuál es ese milagro por el que encontraremos a Therenia?, no me tengáis en vilo, os ruego me contéis vuestro plan.
-        Como os dije, los poderes de la horquilla no sirven para encontrar cuerpos. Ni hombres, ni mujeres ni animales. Sólo agua, líquidos quizá.
-        Sí, eso ya lo he comprendido.
-        Pero me habéis dicho que la princesa os amaba mucho, que estará desconsolada de no teneros, que llorará por vos.
-        Sí, así es. Estoy seguro.
-        Pues aquí está la clave, príncipe. Las lágrimas contienen agua; agua y pena a partes iguales como saben bien los galenos. A veces, también dosis de alegría. Pero, lo que nos es importante es que contienen agua.
-        ¿Y?
-        Cuando una persona llora, sus lágrimas son escasas. Quizá empapen un par de paños pero las lágrimas que caen en tierra desaparecen al instante en la humedad propia del suelo, de las plantas, del mismo aire. La cantidad es tan ínfima que ningún zahorí podría nunca detectarla.
-        Entonces, cómo podréis vos.
-        El destino quiere que todo esté a vuestro favor. Por un lado, la sequía ha hecho que la tierra y el mundo estén agostados, áridos. Basta ver lo que me ha costado encontrar apenas unas pozas de flujo escaso. Hay tanta sequedaz que ni las bestias pueden olisquear la humedad.
-        Así es.
-        Y me habéis asegurado que la pena de la princesa es tan grande que ha de verter más lágrimas que nadie, que debe vivir en un sinvivir.
-        Así es.
-        Si de veras os ama tanto, si de veras llora por vos tanto, sus lágrimas habrán de caer sobre la tierra sedienta y una vara buscadora suficientemente poderosa podrá encontrar el agua contenida en ese llanto.
-        ¿Y vos la tenéis? – se le iluminó el rostro a Seghten.
-        Aún no. Tiene que ser la más poderosa del mundo, la más bendecida. Necesitaré varias semanas para que esta que estoy tallando tenga las proporciones y las dimensiones precisas que se necesitan.
-        Tomaros vuestro tiempo pero hacedla perfecta.
-        Necesitaré algo más.
-        ¿El qué?
-        La bendición de la horquilla por mismísimo Pontífice.
-        ¿Es eso  posible?
-        Si alguien va a Roma peregrinando, logra audiencia, explica el caso y el Papa se aviene a bendecir el madero, es posible.
-        Haced la vara, amigo mío. Yo mismo iré a Roma y, creedme, conseguiré que la consagre.

Las semanas que siguieron fueron frenéticas. Zacartias trabajó muchas horas por jornada hasta que la horquilla brillaba como si fuera de oro en vez de madera. La probó en los campos y su poder quedó de manifiesto de inmediato ya que encontró pozos profundos muy caudalosos. Sin embargo, el rey prohibió explotarlos bajo pena de muerte. Había que aguantar la sed, la tierra debía estar seca, muerta, sin regarla, para que las lágrimas de Therenia pudieran ser detectadas. Unos días después de la última prueba, Seghten partió para Roma. Era un largo camino.
 

*** 

El día que el príncipe regresó se celebró una gran fiesta en palacio. Los torreones se engalanaron con pendones y los trompeteros anunciaron su llegada cada hora con sones pomposos. Se había preparado un gran banquete y los cocineros habían madrugado para cocinar los cochinillos, las aves, los pasteles de harina y canela, las sopas de pez y los panecillos horneados con vainilla. Pero Seghten apenas comió. Tenía prisa por partir con Zacartias hacia Almadán. Había recorrido un largo camino, había sufrido penalidades y un par de asaltos, tuvo que esperar semanas en Roma a que el Papa regresara de un viaje y luego más semanas todavía hasta que consiguió audiencia. Le había costado convencerle pero, finalmente, había tenido éxito en la empresa y regresado con la horquilla bendecida. Ahora, no se podía perder más tiempo y era preciso buscar a su amada.
Partieron al amanecer. Vestidos de comerciantes, Zacartias y él mismo montaron en un carromato lleno de bártulos que diera más realismo a su atuendo.
-        Quizá hayas de recorrer todo el reino vecino- le dijo el rey, al tiempo que abrazaba a Seghten.
-        Quizá.
-        Y… - le tembló la voz- quizá no la encuentres.
-        Está viva, padre. Lo siento en el corazón. La hallaré.
Durante semanas, pacientemente, recorrieron el país. Cuando llegaban a un lugar, Zacartias bajaba del carro mientras Seghten permanecía alerta. El zahorí caminaba despacio, sintiendo las pulsaciones de la vara en sus manos, observando el balanceo de la horquilla, notando el flujo de la energía misteriosa que conectaba la madera con los líquidos ocultos en la tierra. En muchas ocasiones, la vara se inclinaba súbitamente hasta casi doblarse, hasta ponerse vertical a pesar del esfuerzo de Zacartias para dominarla. Por el empuje del movimiento sabía que estaba encima de un acuífero con mucho líquido y lo dejaba pasar. No era agua lo que buscaban, no eran pozas, no eran ríos. Las lágrimas de Therenia se percibirían como un tremor tan ligero que sólo el zahorí más aventajado podría detectar. Una pequeña vibración, una sutil convulsión, quizá un ligero bamboleo que podía ser confundido con el temblor del viento.
Nada. El mundo no contenía a Therenia. Ni en Aldamán, ni en las lejanas montañas ni en los valles de sal. No hallaron señal alguna de ella ni en los bosques del norte ni en la cordillera del oeste. Una noche, apenado por su desventura, Seghten estuvo a punto de echarse a llorar pero Zacartias, rápido de reflejos, le hizo contenerse. Ni una lágrima ajena debía verterse en la tierra. Confundirían las señales. Perseverarían.
Pasaron muchas semanas más y recorrieron por segunda y por tercera vez todo el país. Pero ya el clima volvía a estar húmedo y las posibilidades de encontrar las lágrimas se esfumaban.
Una mañana, Zacartias buscaba como lo había hecho durante casi un año. Lo percibió entonces. Una vibración, un escalofrío en la madera. Seghten notó el gesto de sorpresa en la cara del zahorí, tan distinto del que había observado tantos y tantos días, y saltó del carro hacia él.
-        ¿Qué habéis sentido?- preguntó.
-        No lo sé. Un temblor…pero debo equivocarme porque es demasiado intenso para provenir de unas lágrimas. Debe haber un pequeño arroyo muy en lo profundo. Ha sido una vibración mayor que las de un llanto pero no tan fuerte para ser agua de veras.
-        Volved a intentarlo, os lo ruego.
Zacartias respiró hondo y volvió a tomar la vara con suavidad, con dos dedos por lado, imperceptiblemente. Anduvo lentamente y, de nuevo, percibió el trémolo especial en la madera.
-        No quiero alentar vuestra esperanza, príncipe,…pero hay algo distinto.
-        Busquemos, busquemos- acució Seghten.
Rastrearon con prudencia los alrededores hasta que, al fin, avistaron una pequeña cabaña oculta entre peñascos y cedros. Por la chimenea salía un humo gris y con aromas a potaje. Dentro, un juego de luces y sombras decía que había alguien moviéndose en la estancia.
Se acercaron lentamente, cubriéndose tras matorrales, atentos a una emboscada, pero con el corazón desbocado por la esperanza. Fue Seghten el que, sin poder contenerse, se acercó hasta el ventanal de la cabaña.
Creyó perder la razón nuevamente pero, esta vez, de alegría. Una joven, algo avejentada, vestida de campesina, cocinaba en el fogón y lloraba. Lloraba desconsoladamente. Arrugas prematuras le habían esculpido el rostro pero aquellos tres años de precariedad no habían logrado enturbiar la belleza de la mujer que habitaba su alma. Rodeó la casa y empujó el portón.
-        Therenia, Therenia – no pudo decir más porque él mismo se echó a llorar y a Zacartias que llegaba entonces, le vibró la horquilla con mayor intensidad.
La chica se le quedó mirando, incrédula, incapaz de comprender si lo que veía era un sueño, una enajenación o un milagro.
-        Therenia, soy yo- repitió Seghten- soy yo.
-        ¿Seghten?
Ella pareció reconocerle, su llanto cesó, sonrió ligeramente, se llevó las manos a la boca ahogando un grito, luego las llevó a sus cabellos en un repentino intento de ponerse hermosa para él, y finalmente rompió a reír y a llorar de alegría. Zacartias se acercó a los jóvenes que ahora se abrazaban y besaban.
-        Habéis debido verter muchas lágrimas, señora- dijo el zahorí-, de otro modo mi vara no se hubiera conmovido como lo ha hecho.
Ella asintió con la cabeza mientras acariciaba la cara de Seghten.
Años después, cuando la maldad del duque Martus reclamó su pago y sus nobles le asesinaron en el campo por su tiranía y deslealtad, Therenia fue reclamada a ocupar el trono que le había sido usurpado. Llegó hermosa, altiva, del brazo de su esposo el  rey Seghten, con un pequeño príncipe en su regazo que, a decir de todos, había heredado la infinita capacidad de llorar de su madre. Los reinos se unieron y la leyenda dice que Zacartias, nombrado ministro y cubierto de riquezas, fundó la mejor escuela de buscadores de agua que la historia nunca ha conocido. Jamás hubo más sequías.


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