10/1/13

Convicciones




 
 

Desde su juventud se interesó por las condiciones en que vivían las clases sociales más humildes de su país. Comprometido políticamente, integrado en un grupo que trabajaba gratuitamente por el barrio, capaz de sentir empatía por sus semejantes e inteligente, pronto destacó y fue llamado a escribir en varias revistas marginales de la ciudad. De ágil reseñar, hábil al explicar la más compleja de la situación con palabras sencillas y comprensibles, mordaz y sarcástico cuando la ocasión lo requería, sus columnas trascendieron el ecosistema natural de aquellos magazines aficionados para llamar la atención de algún periódico serio, de esos que están regidos por sesudos profesionales y acogidos a las más severas normas de estilo y línea editorial.
Lo vio como una oportunidad. Hacer la revolución desde dentro, se dijo. El sueldo era bueno y, al cabo, a nadie se le puede exigir que sea un eremita por toda su existencia. Una cosa es ser solidario, otra cosa es ser tonto, le decía Cecilia, la muchacha con la que por entonces estaba pensando en formar una familia.
Su primera crónica sobre una familia desahuciada conmovió a los lectores. La segunda, que trataba con prosa concisa, sin ningún lugar para bataholas o sentimentalismos, descarnada y emotiva en su limpieza, exploró sin rodeos el hedonismo de una sociedad que simplemente deja  cadáveres en el camino como quién arroja los desperdicios que sobran de la cena de Navidad. Gustaron ambas. Gustaron mucho, emocionaron, originaron multitud de comentarios de apoyo. El único defecto es que lo fueron de lectores del periódico contrario.
-        Usted tiene una gran carrera por delante si sabe encauzarla- le dijo el director cuando le llamó a su despacho. Le miraba severo, pero no reprendiéndole el fondo de sus artículos sino, más bien, mostrando su preocupación por la curva de carrera profesional que veía truncarse.
Estuvo allá un buen rato, escuchando. Necesitaba el dinero y en su interior se debatía entre la lealtad a sus principios, a sus lectores, a los amigos que pugnaban cada día con los miserables y los marginados del mundo, y la vida que deseaba con Cecilia, el pequeño utilitario que deseaban comprar, la casa a la que habían echado el ojo para poder alquilarla.
Finalmente, su corazón decidió.
-        Lo siento, pero he de ser fiel a mis convicciones- dijo, mientras que se levantaba altivo enfrente del director del diario.
-        Claro, claro. Eso es lo que queremos en este periódico- tomó un cigarro del mueble- ¿fuma usted?... no, claro. Lo suponía. Como le digo, le apoyo totalmente en sus convicciones. Pero, por favor, piense en cuáles son estas. Salgo de viaje mañana pero la semana que viene volveremos a charlar, ¿le parece bien?
Salió de la oficina cuando el director aun hablaba en un último comentario que no entendió bien y se dirigió a su mesa de trabajo. Estaba contento de sí mismo, había enfrentado al poder, luchado contra sus propias vilezas, vencido al egoísmo propio, Cecilia lo entendería. El mundo puede ser mejor. Él lo haría mejor. Pensaría en ello durante la semana.
Muchos años más tarde, sentado en una amplia mesa de caoba, ya redactor jefe del mismo periódico, divorciado de Cecilia – resultó ser una mujer demasiado utópica, infantil, pensó- y poseedor de un buen coche, satisfecho en general de su vida, un sueldo envidiable, con una legión de amigos que le halagaban, recordó vagamente la escena y le vinieron a la mente las palabras postreras de su jefe en aquel encuentro.
-        No se preocupe. No haga caso a los médicos que le dicen que el marisco es malo. Quizá lo dicen porque no pueden pagárselo. Al final, todos acabamos teniendo las convicciones que nos convienen. Entonces, estas ya no molestan y uno cree que están ahí desde la cuna.
Tomó el artículo que estaba revisando y borró con un rotulador de punta ancha toda aquella mierda sobre comisiones millonarias en los bancos y en los despachos políticos.
  

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