28/2/14

En la librería





Era demasiado tímido para abordarla. Además, ¿Qué iba a decirle? ¿Qué la había visto una tarde en el autobús y se había enamorado como un chiquillo? Con suerte, le tomaría por un chiflado y, sin fortuna, llamaría a un guardia y lo denunciaría por acoso. Por otro lado, siempre había sido un gran tímido y el sólo pensamiento de imaginar acercarse a ella y entablar conversación con algún tema anodino le encogía el estómago. Esas cosas pueden hacerse cuando uno tiene veinte años pero no a los cincuenta. ¿Cómo decirle a alguien que tienes el alma alborotada de amor? ¿Cómo explicar, sin que a uno lo encierren en un manicomio, que tareas anodinas y baladís un día - comer, respirar, dormir, descansar, escuchar la radio- se convierten en odiseas titánicas al siguiente si la persona deseada no está cerca?
Cinco semanas ya. Cinco semanas de un dulce desasosiego. Afortunadamente, nadie imaginaba lo que su corazón sentía, nadie sabía de su pulso agitado, de las noches medio en vela creando sueños incumplibles en el que se veía junto a ella en el cine, o cenando, o besándola. Castillos en el aire, el cuento de la lechera, una estupidez.
Casi todas las tardes la seguía, asegurándose muy mucho de que ella no se daba cuenta de que lo hacía. La línea entre la admiración y la molestia es muy tenue, sobre todo para el molestado. Luego, cuando ella se iba a su casa, él se encerraba en la suya, sin apetito, deseando que llegara el día siguiente, escribiendo en un pequeño diario que se había comprado lo que había visto, lo que había sentido, el cómo la veía.
Debía trabajar en un banco porque todas las tardes, a las cuatro y media, salía de la sucursal en la calle San Marcial. Algunos días tomaba el autobús- la línea 27, donde la conoció una tarde en que llovía a cántaros- pero por lo general paseaba, bien directamente hacia su casa o deteniéndose en algunas tiendas. Era elegante, de eso no había duda. Hermosa, también. Para él, la más bella del mundo. Inteligente, lo parecía y además en aquellas cinco semanas había entrado al menos ocho o nueve en la librería de la Avenida y había estado allá hojeando novelas y poemarios, sin percatarse de que él se colocaba muy cerca y tomaba un libro para disimular, como si lo hojeara, mirándola cuando se despistaba, admirándola. En varias ocasiones, su admirada mujer había comprado un libro.
Aquella tarde, como cada tarde, esperó a que saliera del trabajo. El tiempo era desapacible y amenazaba lluvia. Ella, sin embargo, no cogió el autobús sino que se dirigió a la librería, una de esos establecimientos enormes, con varios pisos, y en donde uno puede elegir una obra y sentarse a leer algunas páginas siempre que se pague un café a precio de oro. La vio recorrer las estanterías de novedades con cierta indiferencia para detenerse, finalmente, frente al expositor de poesía. Revisó con lentitud los lomos de cada volumen, leyendo los títulos. Algunos los tocó con su dedo índice. En otros, inclinó la cabeza para leer mejor las palabras. Él la seguía de cerca, cogiendo al azar algún libro y pasando sus páginas para despistar. Por fin, ella tomó un ejemplar y se dirigió a la zona de lectura. Se acercó a la barra y pidió un descafeinado con leche. Cuatro euros.
Entonces se le ocurrió la idea.
Eligió un libro con cuidado- debía servirle para su propósito-, pidió otro descafeinado, abonó el precio y se sentó disimuladamente junto a ella. Podía haberle preguntado si el sitio estaba libre, aprovechar la ocasión para comentar alguna banalidad, entablar conversación, lo habitual - ¿vienes mucho por aquí?, ¿te gusta Neruda? ¿te he visto ya antes?- pero simplemente se sentó sin decir nada y ella ni le miró.
Durante varios minutos, pergeñó su idea. Pasó las páginas con rapidez hasta que encontró lo que buscaba. Acercó la taza de café al bordillo de la mesa porque así era necesario para lo que pretendía.
Ella continuaba absorta leyendo el libro que había cogido. Un poemario de Dámaso Alonso, Gozos de la vista. Él dejó su propio texto sobre la mesa, abierto exactamente por dónde él deseaba y, con un gesto brusco, hizo que la taza de café volcara y vertiera el contenido sobre su pantalón. Fingió sorprenderse y ella le miró. Él sonrió y se levantó despacio, mirando la mancha. Ella le observaba entre asombrada y divertida.
-        Lo siento mucho. Me parece que tengo que ir a cambiarme- sonrió a su vez, mientras ella asentía con cara amable.
Se dirigió con rapidez hacia la salida, muerto de vergüenza pero feliz de haberlo hecho. Se detuvo y se ocultó tras una de las columnas. La espió desde lo lejos. Ella había dejado su taza en una esquina y con una servilleta había secado el café derramado. Tomó el libro que él había cuidadosamente abierto antes de marcharse. Petrarca, su cancionero, el soneto 134. Vio que lo leía despacio, saboreando cada palabra mientras él la observaba henchido de ansias y rezando a Dios que entendiera, su corazón a punto de salírsele por el pecho.
Cuando finalizó, ella alzó la mirada y sus ojos buscaron la salida de la librería mientras su cara hermosa se iluminaba con una sonrisa. 



Paz no tengo, ni puedo hacer la guerra
y espero, y temo, y ardo estando helado;
vuelo hasta el cielo aunque estoy en tierra
y sin cuerdas el mundo he abrazado.
Quien me tiene en prisión, ni abre ni cierra,
no me retiene y nunca me ha soltado,
no me somete y nunca me deshierra,
no me quiere con vida ni enterrado.
Veo sin ojos y sin lengua clamo,
quiero morir y ruego por mi suerte
y a mí me odio como a otros amo.
Me alimenta el dolor, llorando río,
lo mismo me parecen vida y muerte.
Así estoy sólo por ti, amor mío.


 

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