8/5/17

El viejo del final de la calle




Tomás esperó a que el silencio se hiciera dueño de la casa. Primero, se extinguió el sonido del lavavajillas. Luego, las voces de sus padres. Una media hora más tarde – miró el reloj, eran ya las diez de la noche- el ronroneo monótono de la televisión. Dedujo que, como cada velada, ellos se habían quedado dormidos en el sofá con el aparato encendido. Así debía ser porque escuchó de nuevo voces, el fin del murmullo de la película y, por fin, el cierre de las puertas. Luego, silencio. Había llegado su hora.

Se colocó el abrigo por encima del pijama y abrió la ventana con cuidado. Era un piso bajo, de modo que bastaba un salto para estar en la calle. Sabía en qué lugar debía caer, justo en la tierra espumosa que rodeaba los rosales del jardín, para que cualquier sonido quedara amortiguado al instante.

No hacía frío a pesar de que ya era octubre. Caminó ágil por la calle hasta cuatro números más allá, al final de la acera. Más que una casa, se trataba de un barracón, una especie de almacén que en su día debía haber sido una pequeña tienda. Las paredes estaban ya sucias y en invierno, sin calefacción, era necesario llevar guantes y un gorrito aun estando dentro. 

Había luz en la ventana, él estaba esperando. Hubiera tenido un disgusto si él se hubiera ido a dormir. Tocó tres veces cortas y tres largas en la puerta – era la clave que habían convenido- y escuchó pasos al otro lado.

- ¡Tomás! ¡Cómo me alegro que hayas podido venir! ¿Te han dejado?
- Ya sabes que no – Tomás le guiño un ojo.
- ¿Hasta qué hora hoy?- preguntó el hombre.
- Hasta las 12, máximo- respondió el chico.
- Vale, tenemos una hora. Ya me dirás qué te apetece hoy.


El señor que hablaba tenía el rostro arrugado por lo años, el pelo cano pero aún copioso, miraba con gafas de cristales gruesos y se expresaba con voz grave más dulce. Vestía un jersey de lana grueso y unos pantalones algo raídos. 

Como cada noche que pasaba con él, Tomás quedaba fascinado nada más entrar en aquel almacén. En un lado, había una pequeña cocina, una cama y una mesa con tres o cuatro sillas. En un rincón, un butacón que sólo el viejo sabía de dónde venía. Al fondo, un pequeño retrete con ducha. El resto era lo que maravillaba al muchacho. Por las paredes y en la mitad del pabellón se alzaban decenas de estanterías repletas de libros de todos los tamaños y colores; gruesos y finos; de tapa dura o de bolsillo; algunos recién comprados, otros con la pátina amarillenta que da el tiempo. Una biblioteca enorme oculta en medio del barrio, un santuario en el que Tomás, al entrar, se sentía como un iniciado, un aventurero que acabara de encontrar el Santo Grial.

- ¿Y bien? ¿Qué has pensado para hoy?
- Me dijiste algo la semana pasada sobre una expedición a Nueva Zelanda…
- ¡Ah!, lo recuerdas…. John Parker, aventurero del siglo XVIII, pirata la mitad de su vida, científico la otra mitad…. Robó la diadema de la reina Amaurit cuando abordó el Boston.
- Venga, venga – Tomás, estaba excitado- ¡empecemos!


Se le hicieron eternos los diez minutos que el viejo necesitó para buscar el libro, bajarlo despacio desde el tercer anaquel y sentarse en el sillón para comenzar la lectura. 

Había llegado a un acuerdo con Tomás. Era el único chico del barrio, incluso de la ciudad entera, que tendría acceso a aquel lugar a condición de que fuera él, el anciano, quien leyera. No quería que Tomás tomara un volumen y se marchara a su casa con él. No, le quería allí, junto a él, haciéndole compañía, escuchando cómo le leía las historias más hermosas nunca escritas.

Y, cuando la tormenta amainó y entre las nubes se filtró un débil rayo de luna, el Boston, navío artillado de dos palos, puso rumbo noroeste, flotando entre peces pájaro que saltaban frente a la proa y cuyas escamas brillaban a la luz de los reflejos, como si fueran espejos vivientes. El capitán Heims estaba sentado en su camarote. Había abierto los ventanales de popa para dejar que la brisa limpiara el ambiente de la cámara y poder escuchar el golpeteo de las olas sobre el casco. Sólo por el sonido del mar y del rolar de la embarcación podía distinguir si todo marchaba bien o debía subir a cubierta para verificar la posición por mediación de las estrellas. Tenía un libro en sus manos, uno pequeño que se había guardado muy mucho de ocultar bajo su casaca de comodoro. Sabía que si lo veían, su vida estaría en riesgo, especialmente si aquel caballero galés, Parker, tuviera conocimiento de su existencia. …

El tiempo era una enigma para Tomás. Durante el día, en el colegio, las horas discurrían tan pausadas como la calma chica del Océano Pacífico que describían las novelas. El tedio se apoderaba de él y le costaba seguir las explicaciones de los profesores. 

- Este chiquillo tiene la cabeza en las nubes. Sólo sueña con aventuras, no es aplicado. Tiene su inteligencia, créame, pero es algo vago- le había dicho la profesora a su madre hacía ya varios meses- Sera necesario obligarle, no lo dude. Sólo con disciplina se logra triunfar en la vida.


Sin embargo, cada vez que llegaba al barracón, cuando el viejo comenzaba las lecturas, cuando escuchaba las más maravillosas narraciones y disfrutaba del encanto de aquella biblioteca oculta, el tiempo aceleraba como un bólido de carreras y las doce, la hora que por prudencia mantenían como límite, llegaba en lo que parecían segundos.

- Es la hora, Tomás. Tienes que volver. Si no, tus padres podrían descubrir que no estás en la cama.
- Un poco más- protestó el crío- , un poco más. El capitán Heims está a punto de descubrir el secreto de la isla….
- Sí, y sólo él podrá descubrirlo, y mañana seguirá aquí. Mira, cierro el libro y el enigma se queda dentro hasta que vuelvas.
De poco sirvieron las protestas. El hombre dejó claro que el tiempo había pasado. Se levantó, colocó el ejemplar en la estantería y ayudó a Tomás a ponerse el abrigo.
- A ver, ¿qué falta? – le pidió con una sonrisa.


Tomás le dio un beso en la mejilla y salió. Diez minutos más tarde dormía soñando con la reina Amaurit.

El jueves, dos semanas después, el muchacho cenaba rápido esperando que sus progenitores le imitaran y fueran pronto a la cama. Había quedado con el viejo y las aventuras de Heims y Parker estaban en la cima del interés. 

Para su desgracia, la cena y la velada se demoraban. Sus padres parecían preocupados y hablaban en voz baja.

- Le vi hoy – decía su madre- y, no sé, me da pena. Sé que los vecinos murmuran. Deberías ayudarle.
- Ya lo hemos hablado mil veces. ¿Qué quieres que haga? Está trastornado, no atiende a razones, no es capaz de vivir con otros, es rebelde, siempre lo fue, su influencia- ya nos lo dijo el psicólogo- no es buena para nadie. Será todo lo duro que sea, pero las cosas son como son- él alzó la voz.
- Pero es que tenerle ahí, casi al lado, y dejarle que se consuma solo.
- No me lo hagas más difícil aún – dijo el padre muy airado-, ¡qué más quisiera yo que las cosas fueran de otro modo pero ya sabes que lo hemos intentado todo! Nos aseguramos de que no le falte dinero y eso es más de lo que haría cualquiera. Ha sido su decisión la de rechazar nuestra ayuda. En una residencia debería estar, lejos del barrio. Entonces nadie hablaría a nuestras espaldas ni nadie le vería.
- Sí, sí, pero aun así me da pena y nos miran mal.
- Que nos miren como quieran. ¿qué hace el resto? También ellos son vecinos, le conocen desde siempre, también ellos puede echarse el problemón a la espalda si tanto hablan de nosotros. Nuestra cordura, la tuya, la del niño, la mía, están antes que él. Nos destrozaría la casa. Ya sabes los ataques que sufre, cómo rompe cosas cuando le da la chochez. Está loco de remate, lo sabes. Vive entre mierda. Si al menos aceptara medicarse. ¿Te imaginas a Tomás viéndole así?
- Sí, lo sé- concluyó ella.
- Es por el bien de todos. Si él lo quiere, le encontramos una residencia. Si otros vecinos lo quieren, que lo metan en su casa.


Por fin, aquella conversación dio paso a la rutina habitual. El motor del lavavajillas, el concurso de la tele, las puertas cerrándose. Tomás saltó sobre los rosales y se dirigió a la casa del viejo.

- Te noto preocupado, Tomás. ¿Qué te ocurre? – preguntó el anciano en una pausa de la lectura. – Hoy no te veo interesado.
- Es que hoy mis padres han discutido.
- ¿Ah, sí? ¿Y por qué?
- Por ti – Tomás bajó la mirada.
- Vaya, ¿Y qué decían?
- Que estás loco, que no quieres curarte, que rompes las cosas.

El viejo cerró el libro que tenía entre manos y calló. Le hubiera contado que sí, que en ocasiones perdía los nervios, la paciencia, que todo había comenzado hacía seis años cuando su tierna compañera se había marchado. Se sabía de memoria la teoría, lo de la superación del duelo, lo de que si no se logra, puede alterarse el comportamiento, volverse uno loco. Sí, lo sabía. Y conocía también la práctica que daba la razón a los médicos que predecían todo aquello. Porque cada vez que la recordaba, un dolor le agitaba el pecho y, sin poder contenerse, le daba por romper cosas, y maldecir, y sentirse miserable, e insultar a Dios, y todas esas cosas que un chiflado que ha perdido la razón hace. Pero eso era sólo en ocasiones. Luego, se le pasaba y buscaba refugio en encontrar libros, en pedirlos, en clasificarlos, es abstraerse de la realidad.

Sí, le hubiera contado todo eso a Tomás pero no lo hubiera entendido y, quizá, le entrara miedo y dejara de visitarle. Y eso era lo que menos deseaba en este mundo. Tomás era el único lazo que aún le quedaba con el pasado y con el futuro, su razón de seguir peleando contra aquellas neuronas que le jugaban tan malas pasadas y tan a menudo.

- Bueno, a veces, me pongo nervioso- acertó a decir, mientras sonreía al chico.
- Pues conmigo siempre estás guay – Tomás se le acercó.
- Sí, contigo todo es muy bonito.
- ¿Eso es porque me quieres, abuelo? – preguntó el niño.
- Más que a nada en el mundo. Pero no se lo digas a tus padres.


Chocaron las manos, sellando una alianza más sagrada que la que unía a la reina Amaurit y el navío del capitán Heims.



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