16/9/17

Tú y la física cuántica






Siempre sentí que era un milagro que quisieras estar conmigo, más aún que me amaras. Por intuición, sabía en lo más íntimo de mí que era una casualidad, el azar haciendo que me tocara la lotería, una chispa efímera de suerte brillante en el mar anodino de la vida. 

Ahora, sé que esa intuición es una verdad académica, que todo fue pura fortuna y que, también inexorablemente, tuvo que acabar porque las leyes de la naturaleza así lo estipulan. Para esto está la ciencia, para desengañarnos, para ponernos en nuestro sitio. Como esos ingenuos inventores que, de tanto en cuanto, muestran al mundo un mecanismo que tiene movimiento perpetuo. Engañan a unos cuantos durante unas pocas semanas y se engañan a sí mismos hasta que la segunda ley de la Termodinámica les cae encima aplastando sus sueños y deteniendo el cachivache que creían inmortal. Las leyes del mundo son como las romanas, Sed dura, sed Lex. Y punto pelota. No hay manera de saltarse lo que el universo ha parido.

En el último siglo, la física ha progresado una barbaridad, hasta el punto de que hoy los científicos piensan que han dado con un modelo de cómo está construido el cosmos, un arquetipo al que por algo denominan estándar, y que explica desde las infinitas e invisibles colisiones entre átomos hasta por qué los elefantes se abanican con sus orejas, pasando por el tornasol de los amaneceres o el aroma de un café caliente. Sale un experto, a poder ser con cabellera larga, bien peinada pero casual, y adorna la explicación con millones de fórmulas y enrevesadas cábalas sobre el álgebra de Lie. Y uno se queda con la boca abierta, sin pensar siquiera que eso va con él, sin percatarse de que, a pesar de que todo suena a arameo y está más allá de la comprensión del mortal medio, la física cuántica le va a aplastar un día, más pronto que tarde; que el dichoso modelo estándar le va dar una bofetada que ni Manny Pacquiao de mala leche sobre el cuadrilátero del Madison Square Garden.  

Según la física cuántica de hoy en día todo el universo está construido sobre dos cositas de nada. Por un lado, el continente, el espacio-tiempo, el saco dentro del cual todo lo demás ocurre. Por otro lado, campos cuánticos, el contenido, que ocupan cada pequeño lugar del contenedor. Y no hay más. Vamos, como cuando uno va a su Banco para firmar la hipoteca y le piden un seguro de continente y contenido. Dios debe haberse hecho uno con Asuritas Inc para el espacio-tiempo y los campos, no sea que algún diablo le estropee su obra. 

Los que tenemos poca idea de esto pensaremos que ni harto de grifa podemos creerlo, que hay muchas más cosas; que hay jazmines y abejas que liban, montañas de cumbres nevadas y océanos de olas encrespadas, nubes caprichosas y bergantines a vela, amores y pupilas que anhelan, buenas personas y malnacidos, luceros en la noche y sinfonías de Mahler, tú y yo. Pues no, queridos, todo esto sale del espacio-tiempo que todo lo contiene y de los dichosos campos cuánticos que forman todo lo demás.

Todo lo que vemos y sentimos está hecho de átomos. Y estos, a su vez, de partículas más pequeñas – los electrones, los quarks-, bien juntitos por otras partículas que los unen- los bosones, los gluones, les llaman- y hasta la luz está compuesta de cositas que llamamos fotones. ¡Amigo!, llegamos al quid ahora. Todas esas partículas no existen en realidad. En verdad, son todas ellas vibraciones y excitaciones de los campos cuánticos. 

¿Que usted cree ver un átomo con veinte electrones? Error. Son sólo veinte temblores del campo electrónico. ¿Que usted cree ver una estrella titilando? Pues no, son trillones de excitaciones del campo fotónico. ¿Qué siente que le cae un pedrusco en la cocorota? Son bosones que dan masa a lo que le cae. Y así hasta el aburrimiento. Sólo campos cuánticos. 

Y son esos jodidos los que han hecho que te vayas, que me dejes aquí, más perdido que Robinson en medio del océano.

Yo creía verte, acariciarte, gozar con tu cuerpo, sentir con tu mirada, aprender con tu charla pero, en realidad, era todo una ilusión. No existe nada de esto. Sólo campos vibrando, un Parkinson cósmico.

Un cuerpo humano tiene, de media, unos 7 elevado a la 27 átomos, o sea un siete seguido de 27 ceros. Tela marinera de cantidad, un número inabarcable para todos nosotros. Y, claro, cada átomo – hidrógeno, carbono, calcio, nitrógeno, oxígeno, fósforo y demás zarandajas- tiene dentro un montón de electrones, quarks, gluones y bosones… vamos que, lo que se dice partículas, rondarán los 10 elevado a 40, un 1 con cuarenta ceros detrás, diez mil sextillones. ¡Para flipar en colores, vamos! Y ya acabamos de explicar que esos
10.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000 elementos son otras tantas vibraciones de unos pocos campos cuánticos.

Entonces, ¿cómo coño podíamos querernos más tiempo? ¿cómo diantres podíamos luchar contra semejante destino? ¿Cómo pude ser tan imbécil al pensar que era para siempre?

Imagínate.

Tus diez mil sextillones de vibraciones vagaban por el espacio-tiempo sin ton ni son. Y mis 10.000 sextillones surcaban ese mismo continente sin tener ni idea de qué deparaba el futuro. Y, de pronto, los dos enormes globos de oleaje cuántico se juntan, chocan entre sí; lo improbable se hace realidad, dos nubes que tremolan y se entremezclan para formar una sola que vibra casi al unísono, como los estorninos cuando vuelan. ¡Plofff!  Surge una chispa divina, como un conejo que sale de una chistera, una bola casi infinita de oscilaciones armónicas y coordinadas, como cuando un dedo húmedo circunda el borde de un vaso o las cuerdas de un arpa bien temperada entran en resonancia. Entonces, las trepidaciones aleatorias de los campos cuánticos bailan cercanas y juntas, se tornan amor, juego, deseo, darlo todo, quererlo todo, mis ojos cimbreándose en los tuyos.

Entendiendo esto, resulta evidente todo lo demás. ¿Quién, en su sano juicio, puede esperar que 20.000 sextillones de vibraciones se mantengan oscilando en resonancia, juntas, ensambladas por el azar, jugando entre ellas, más allá de un corto tiempo, siempre exageradamente breve? Nadie. Es como esperar que las pompas de jabón se queden flotando en el cielo de la tarde, que el viento deje de fluir o que las olas del mar se detengan. Es una quimera que sólo los hombres – más ondulaciones inermes que se creen inteligentes y son sólo escalofríos de la naturaleza- sueñan. 

Los campos cuánticos son muy suyos y, enseguida, se desplazan, cambian su frecuencia, se desorientan y se degradan en otros temblores que nada tienen que ver con los anteriores. Y, en ese momento, que siempre ocurre muy pronto, demasiado pronto, tus excitaciones se marchan por donde vinieron, las mías se quedan solas en este espacio-tiempo que resulta más árido que nunca, frío y amenazador.

Me pregunto por dónde andarán ahora tus oscilaciones, si se habrán cruzado con otras. Tengo celos de que otras excitaciones te hayan hecho resonar mejor que las mías, que se hayan entrelazado con más armonía, con más potencia, que pervivan en el tiempo más que lo que las nuestras lo hicieron. Es tan inmenso el espacio-tiempo y son tan egoístas los campos cuánticos que nos obligaron a separarnos, y eso duele. Pero duele mucho más saber que la probabilidad de que nuestros 20.000 sextillones de ondas se vuelvan a entreverar, en un preciso lugar del espacio-tiempo, es casi cero. Qué tristeza.

Un amigo me ha dicho que no desespere, que la física cuántica también habla del gato de Schrödinger, ese que puede estar a la vez vivo y muerto, de la incertidumbre en todo lo que ocurre, de que a veces las vibraciones de los campos cuánticos hacen dos cosas simultáneamente, para fastidiar más que nada. 

Quién sabe. Quizá nuestro afecto esté muerto y vivo a la vez. ¡Qué sé yo! 

Odio la física cuántica.






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